T... aprovecha
cualquier ocasión que se le presenta –sea por fiestas o por dormirnos; por
navidad o en la semana santa- para
cantarnos, una vez más, la
ilustrativa ‘Parábola de
los tres cerditos’: aquellos cerditos sin provecho que
una nochebuena se fueron a la cama luego
de cenar copioso, y una
vez dormidos, soñaron con absoluta libertad,
como corresponde a la escritura automática del papa negro, don André Breton. Allí, en los sueños independientes de cada
uno de los cerditos,
según Teresa ocurrieron cosas bien distintas a pesar de que el día
había sido el mismo para todos (señal ineludible de que, por mucho que se
quiera ser condescendiente, siempre habrá una mala y una buena literatura).
En
eso, el mayor de
los cochinos soñó ser un rey poderoso y glotón –guloso y gotoso, podríamos
apostillar- y, animado a complacerlo, uno de sus ministros (¿el
de Interior?) mandó traer quinientos pasteles sólo para
él.
Del guarro mediano, ¡qué coño me voy a acordar
de su estúpido sueño! De él nunca logré enterarme si era que soñaba o
desbarraba, como cualquier hermano de en medio. En cambio, sí recuerdo al más pequeño de los tres, un cochinillo lindo y cortés, sólo soñaba con
trabajar y poder ayudar a su pobre mamá.
Lo siento, lo siento mucho y en profundo, pero
al rememorar aquellos agradables ratos con T... cantando a lo Judy Garland en
El mago de Oz, se me representa la imperecedera –la calificó Pepín Bello- amistad
forjada entre Federico García Lorca
(Asquerosa 1898 – Alfacar 1936), Salvador
Dalí (Figueras 1904-1989) y el cineasta aragonés don Luis Buñuel (Calanda 1900 – Ciudad de México 1983), si bien he de
confesar que, por más de devanarme los sesos, como se suele decir, en el
asunto, no alcanzo a distinguir el papel de uno y otro en la renovada parábola,
puesto que si me parece obvio el del tercero de los tres: dirigir la película.
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