Agradecido Romero hay
días si y días no en los cuales a él le gustaría, más que ninguna otra cosa, ser
piloto de aeronaves: como su tío Víctor, de quien recuerda que, una vez se encontró
volando por el cielo azul de la dehesa salmantina, en la vida nunca jamás volvió
a tocar la tierra, que se sepa.
A
Agradecido Romero su tío Víctor le marca las pautas vitales con una puntualidad
de la que se hace mucha fama en la provincia. Hasta donde son de narrar las
andanzas del tío Víctor, Agradecido las va repitiendo (así como quien calca un
dibujo apoyando el papel sobre el cristal de una ventana por la que entra la
luz de la calle) tal cual las hiciese aquel en su momento original, y ya se comenta
hasta en el Canchal de la Ceja, el punto más alto de Salamanca, desde donde,
con viento a favor, se airean mejor las noticias: Hay que ver cómo se parece Agradecido Romero a su tío Víctor. Por ello,
cuando a Agradecido alguien le curiosea: Y
tú, muchachillo, de mayor qué vas a ser, Agradecido no tiene prisa en
contestar. Calla, preferentemente. Cae en la melancolía. Se introspecciona,
como una mariquita acosada, y es en su interior que trabajosamente va armando
las palabras que, cuando ya nadie lo espere, le servirán a él de despedida.
Evelio Parra, gitano
y afrancesado y natural de Almuñécar, huyó de Granada a Barcelona un veintiséis de enero
del año de mil novecientos treinta y pico. Lo perseguía la guardia civil, la
policía armada y los deudos del finado Carlos Gabán, a quien Evelio, la noche
antes, al tropezarse los dos en las inmediaciones de la Cuesta del Chapiz, y
tras una discusión sin más argumentos que las ganas de molestarse el uno al
otro (que si yo bajo del Albaicín, que si tú subes al Sacromonte) le asestó veinticuatro
puñaladas entre pecho y espalda, de resulta de las cuales a Carlos Gabán debieron
envolverlo en papel de plata para que luciera de favor en el negro velatorio
montado a toda prisa en los locales de Acción Católica, junto a la Iglesia de
la Expiración.
Evelio
Parra nunca entró en Barcelona, lo desviaron a tiempo, y a la altura de
Alicante, algunos viejos compañeros. Mas semejante casualidad no valió, que
conste, para detener en su decidido avance
a la guardia civil ni a la policía armada ni a los quejicosos Gabanes buscadores
de venganza. Ellos sí que, a la mañana siguiente, tomaron Barcelona sin mayores
contratiempos, y durante años, largos y fibrosos como los dedos de un pianista
avejentado, insistieron en la búsqueda del fugado Evelio, a quien, cosas que
pasan, repetidamente confundían con otros de su mismo acento, y por ese parecerse
entre sí que tienen los que comparten las
ideas en hermandad, de inmediato los apresaban, por si las moscas.
Poseidón Fernández,
viniendo del más allá de lo desconocido, puso un chiringuito junto al mar. Nada
raro, comentaban entre sí los paisanos que a diario lo veían, ya al despertarse
el día, poner las mesas, tender las sillas, subir y bajar los toldos; en fin:
abrir su bonito negocio como quien quiere ganarse el pan mientras tanto. Sólo
que en el chiringuito de Poseidón Fernández a la hora de almorzar no se servía
pescado fresco ni mariscos sonrosados; sopa de aletas de tiburón o de la carne
muerta de las tortugas. Y ni siquiera la paella, plato muy recurrido entre los
bañistas de tierra adentro, aportaba gambas, almejas, mejillones, langostinos o
trocitos dorados de calamar. Eso sí, la vajilla de Poseidón Fernández: los
platos hondos y los platos llanos y todo lo demás también, venía adornada con
pececillos de caligrafía china que añadían a las comidas su pizquita de sal.
Marisa Cifuentes, natural
de Tordesillas, localidad cercana a Valladolid, la que fuera durante unos años la
capital de España, regresó de su viaje accidental al otro mundo –el mundo del cual
no quedan recuerdos para contar, ni siquiera teniendo la suerte de ser un
magnífico fabulador, transformada en una rutilante gata de Bombay, negra y
noble como la noche.
A Marisa,
pero para los tordesillanos una extranjera que ya no respondía a nombre alguno,
la adoptó, a la postre, la vieja jorguina de la Aceña del Postigo, cuando ésta aún
daba agua. Intentando convencerla de la conveniencia de irse a vivir juntas, como
dos hermanas o dos amigas muy íntimas, la jorguina quiso, más bien comprar a la
gata con un platillo de leche fresca que con astucia colocó entra la luz y la
sombra de su portal. Marisa rechazó la leche como si la ofendieran y se quedó
fuera todavía. Entonces le vino con un pescadico que conservaba el rumor y el
olor del mar desde muy adentro. Tampoco esta vez hizo Marisa por acercar los
bigotes a aquella carne olorosa. En esas anduvieron sumando ocasiones y años; la
jorguina con sus interesados ofrecimientos y Marisa la gata mumbaitié, desinteresándose
con constancia y decisión de lo que la jorguina no cesaba de ofrecerle. Hasta
que, finalmente, con tanto pon y quita y quita y pon, ni siquiera polvo quedaba
en la casa con que engatusar a la arisca gata. Que sólo entonces se avino a ser
adoptada por una bruja arruinada.
En
Tordesillas, así como en el resto de la provincia vallisoletana, por mucho
tiempo se comentó el asunto con grande admiración. Se decía, incluso, lo
felices que fueron, la jorguina y su gata, a pesar de las muchas estrecheces a
las que se vieron forzadas. Pero de la permanencia de esa dicha en el recuerdo
de los lugareños, se fue hilvanando
entre ellos la rancia costumbre de recibir a los madrileños con una cesta de
mimbre en la que no meten nada.
Bertín Santisteban se
alzó para gritar a los vientos malos que venían del llano: ¡Quiero morir como Romy Schneider!, antes de ir a arrojarse sobre
las bayonetas caladas de las tropas norcoreanas que sitiaban Zaragoza.
La
historia quizá lo haya olvidado, lo más probable, pero Bertín Santisteban
incumplió, aquel día y siempre, su airada promesa, yendo a morir, años más
tarde, cuando ya nadie comentaba su hazaña contra el invasor malvado, en las polvorientas
playas de Melilla, luego de alterarse el sexo.
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