sábado, 1 de noviembre de 2014

BIOGRAFÍAS SUCINTAS -II-



Agradecido Romero hay días si y días no en los cuales a él le gustaría, más que ninguna otra cosa, ser piloto de aeronaves: como su tío Víctor, de quien recuerda que, una vez se encontró volando por el cielo azul de la dehesa salmantina, en la vida nunca jamás volvió a tocar la tierra, que se sepa.

A Agradecido Romero su tío Víctor le marca las pautas vitales con una puntualidad de la que se hace mucha fama en la provincia. Hasta donde son de narrar las andanzas del tío Víctor, Agradecido las va repitiendo (así como quien calca un dibujo apoyando el papel sobre el cristal de una ventana por la que entra la luz de la calle) tal cual las hiciese aquel en su momento original, y ya se comenta hasta en el Canchal de la Ceja, el punto más alto de Salamanca, desde donde, con viento a favor, se airean mejor las noticias: Hay que ver cómo se parece Agradecido Romero a su tío Víctor. Por ello, cuando a Agradecido alguien le curiosea: Y tú, muchachillo, de mayor qué vas a ser, Agradecido no tiene prisa en contestar. Calla, preferentemente. Cae en la melancolía. Se introspecciona, como una mariquita acosada, y es en su interior que trabajosamente va armando las palabras que, cuando ya nadie lo espere, le servirán a él de despedida. 



 
Evelio Parra, gitano y afrancesado y natural de Almuñécar,  huyó de Granada a Barcelona un veintiséis de enero del año de mil novecientos treinta y pico. Lo perseguía la guardia civil, la policía armada y los deudos del finado Carlos Gabán, a quien Evelio, la noche antes, al tropezarse los dos en las inmediaciones de la Cuesta del Chapiz, y tras una discusión sin más argumentos que las ganas de molestarse el uno al otro (que si yo bajo del Albaicín, que si tú subes al Sacromonte) le asestó veinticuatro puñaladas entre pecho y espalda, de resulta de las cuales a Carlos Gabán debieron envolverlo en papel de plata para que luciera de favor en el negro velatorio montado a toda prisa en los locales de Acción Católica, junto a la Iglesia de la Expiración.

Evelio Parra nunca entró en Barcelona, lo desviaron a tiempo, y a la altura de Alicante, algunos viejos compañeros. Mas semejante casualidad no valió, que conste,  para detener en su decidido avance a la guardia civil ni a la policía armada ni a los quejicosos Gabanes buscadores de venganza. Ellos sí que, a la mañana siguiente, tomaron Barcelona sin mayores contratiempos, y durante años, largos y fibrosos como los dedos de un pianista avejentado, insistieron en la búsqueda del fugado Evelio, a quien, cosas que pasan, repetidamente confundían con otros de su mismo acento, y por ese parecerse entre sí que tienen los que comparten  las ideas en hermandad, de inmediato los apresaban, por si las moscas.


Poseidón Fernández, viniendo del más allá de lo desconocido, puso un chiringuito junto al mar. Nada raro, comentaban entre sí los paisanos que a diario lo veían, ya al despertarse el día, poner las mesas, tender las sillas, subir y bajar los toldos; en fin: abrir su bonito negocio como quien quiere ganarse el pan mientras tanto. Sólo que en el chiringuito de Poseidón Fernández a la hora de almorzar no se servía pescado fresco ni mariscos sonrosados; sopa de aletas de tiburón o de la carne muerta de las tortugas. Y ni siquiera la paella, plato muy recurrido entre los bañistas de tierra adentro, aportaba gambas, almejas, mejillones, langostinos o trocitos dorados de calamar. Eso sí, la vajilla de Poseidón Fernández: los platos hondos y los platos llanos y todo lo demás también, venía adornada con pececillos de caligrafía china que añadían a las comidas su pizquita de sal.



Marisa Cifuentes, natural de Tordesillas, localidad cercana a Valladolid, la que fuera durante unos años la capital de España, regresó de su viaje accidental al otro mundo –el mundo del cual no quedan recuerdos para contar, ni siquiera teniendo la suerte de ser un magnífico fabulador, transformada en una rutilante gata de Bombay, negra y noble como la noche.

A Marisa, pero para los tordesillanos una extranjera que ya no respondía a nombre alguno, la adoptó, a la postre, la vieja jorguina de la Aceña del Postigo, cuando ésta aún daba agua. Intentando convencerla de la conveniencia de irse a vivir juntas, como dos hermanas o dos amigas muy íntimas, la jorguina quiso, más bien comprar a la gata con un platillo de leche fresca que con astucia colocó entra la luz y la sombra de su portal. Marisa rechazó la leche como si la ofendieran y se quedó fuera todavía. Entonces le vino con un pescadico que conservaba el rumor y el olor del mar desde muy adentro. Tampoco esta vez hizo Marisa por acercar los bigotes a aquella carne olorosa. En esas anduvieron sumando ocasiones y años; la jorguina con sus interesados ofrecimientos y Marisa la gata mumbaitié, desinteresándose con constancia y decisión de lo que la jorguina no cesaba de ofrecerle. Hasta que, finalmente, con tanto pon y quita y quita y pon, ni siquiera polvo quedaba en la casa con que engatusar a la arisca gata. Que sólo entonces se avino a ser adoptada por una bruja arruinada. 

En Tordesillas, así como en el resto de la provincia vallisoletana, por mucho tiempo se comentó el asunto con grande admiración. Se decía, incluso, lo felices que fueron, la jorguina y su gata, a pesar de las muchas estrecheces a las que se vieron forzadas. Pero de la permanencia de esa dicha en el recuerdo de los lugareños,  se fue hilvanando entre ellos la rancia costumbre de recibir a los madrileños con una cesta de mimbre en la que no meten nada. 


 
Bertín Santisteban se alzó para gritar a los vientos malos que venían del llano: ¡Quiero morir como Romy Schneider!, antes de ir a arrojarse sobre las bayonetas caladas de las tropas norcoreanas que sitiaban Zaragoza. 

La historia quizá lo haya olvidado, lo más probable, pero Bertín Santisteban incumplió, aquel día y siempre, su airada promesa, yendo a morir, años más tarde, cuando ya nadie comentaba su hazaña contra el invasor malvado, en las polvorientas playas de Melilla, luego de alterarse el sexo.





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