Juvenal García,
viejo anarcosindicalista extremeño, una noche del mes de mayo soñó que salía a
hurtadillas de la prisión donde cumplía condena por atentado grave. Confiado de
su inocencia –al menos en lo que al sueño se refería- a la mañana siguiente se
lo cuenta a su ángel de la guarda, quien, aunque de aspecto bonachón y de
cuando en cuando muy condescendiente, enseguida lo varea como a un olivo.
Molido
por los golpes y más tarde arrojado con desdén a la seca oscuridad de una celda
de castigo, no tarda en descreer.
Juan Diego Malavista,
malagueño como el boquerón chiquito, quedó tuerto para siempre jamás desde
muy niño. Fue la culpa de una pedrada en
el ojo que tuvo el tino de atizarle un primo hermano suyo que había venido del
interior de la provincia a pasar el verano en El Palo. Entonces, padre –un
taxidermista algo ruin y cicatero- le puso en la cuenca vacía el ojo de cristal
que reservaba para su próximo trabajo: un águila perdicera o un cuervo palmero,
que en esto no hay acuerdo.
Todo
marchó bien por un tiempo: padre pudo vender el águila perdicera, o el cuervo
palmero, aun a falta de un ojo; al primo envidioso lo devolvieron al pueblo
antes de que se le acabaran las vacaciones y Juan Diego Malavista ni siquiera
sentía que viera las cosas a medias, como se temieran todos desde los primeros
instantes del accidente. Sólo madre, con el paso de los días, notó un ligero desconcierto
en los andares del pequeño Juan Diego, y era que se tropezaba con las esquinas
de los muebles: tenía las piernas llenas de cardenales y pupas. Que calculaba malamente las distancias y, a
consecuencia de ello, no fuera lo peor que derramaba la sopa cada vez que se
acercaba la cuchara a los labios. Alarmada como le corresponde a los instintos
de una buena madre, acabó llevándolo al oftalmólogo, a que le examine la vista,
dijo. Y fue tras escudriñarlo el galeno con no mucha atención, que cogió a
madre en un aparte, y estando ya los dos lo mismo que si secretearan de un turbio
asunto, le expuso el más prudente de los diagnósticos, mejor por calmar en ella
la desazón que la carcomía, que por estar él conforme con lo que decía: Nada que no pueda remediarse, señora. Juanito
(¿por qué los médicos se confían tanto al diminutivo?) tiene un ojo vago. Remiso y para nada solidario con su otro compañero.
Lo mejor en estos casos -le aconsejó mientras apretaba el botón de un timbre
oculto bajo el borde de la mesa para que se fuese preparando el siguiente averiado-
es taparle el ojo bueno. Así se obliga a
trabajar al malo. Como en la biblia.
Adela Cantalapiedra
-oriunda de Azpeitia, Guipúzcoa- tuvo una visión. Supo que era una visión y no
un simple sueño -como los demás que guardaba escritos en su cuaderno de sueños-,
porque el suceso tuvo ocasión en su noche de boda con Iñaki Casalduero, el cojo
Casalduero, Iñaki el cojo, y éste, entregado amante, vehemente consuelo, no
permitió que Adela perdiera la conciencia ni por un instante, así era él.
A la
mañana siguiente Iñaki no debía levantarse para ir al trabajo. Iñaki era
mecánico diplomado de automóviles y motocicletas y regentaba un taller
–Tailerra Anai Casalduero- junto a su hermano mayor, quien nada pinta aquí,
sólo la precisión en el relato. Mas acostumbrado a ello, no daban las seis y
treinta de la madrugada, cuando ya Iñaki el cojo se encontraba de pie (el
singular también es por precisión) y se dirigía, de forma rutinaria, al baño y
a ducharse. Se olvidó, no obstante, de donde se encontraba; de que, dadas las
circunstancias, aquel no era el dormitorio
de su casa y, por tanto, nada iba a estar ahí donde tenía que estar. O, inconscientemente,
todavía andaba bajo los efectos de la nostalgia por la noche tan feliz que había
pasado en la cama con Adela. Fuera por una causa o por otra, olvidadizo o ensimismado,
le ocurrió confundirse al querer dar con la puerta de lo que por nada del mundo
podía ser otro lugar que su acogedor cuarto de baño, pero era, en realidad, un balcón sin barandilla a la calle principal
de Azpeitia, a esa hora casi vacía. Por el balcón se precipitó al vacío el cojo
Casalduero, tal y como Adela Cantalapiedra, estando despierta, lo había previsto.
Pero ahora Adela dormía como un tronco, ¡maldita sea la suerte!
Epifanio Martín Martínez era
un pez sorprendente. Vivía bajo el agua casi todo el tiempo.
Valerio Bozalino se
sintió profundamente afectado, a todos los niveles de su vida, por la Guerra
Civil y la naturaleza del régimen político que se instauró en España después de
aquella. Si es menester aportar veracidad al caso, a Valerio Bozalino la Guerra
Civil lo cogió, de no estar mal decirlo así, tan a lo liso, en calzoncillos.
Pero cuando la guerra terminó y el régimen político se recompuso, ya había
tenido tiempo de vestirse adecuadamente. No todos se vieron forzados al exilio.
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