(Cualidad
de extravagante. Escribano que no era de número ni tenía asiento
fijo en ningún pueblo)
A diferencia de Nietzsche, que observaba con asco y
desprecio el surgimiento de un público autosuficiente, que ya no reconocía
autoridad alguna, Ortega se propuso educarlo desde las páginas de los diarios,
es decir, combatió al enemigo en su propio terreno
(Enrique Serna. Genealogía de la soberbia intelectual. Ed. Taurus, Madrid
2014). Pues bien, el mismo afán redentorista que aparentemente guiaba al mejor
(?) Ortega, veo -lo cual es muy particular e innecesario compartir- en Pablo
Iglesias Turrión queriendo darnos clases magistrales de política en las rutilantes
pantallas de televisión, nuevo territorio privado del enemigo. Y eso que acto
seguido, de manera casi refleja, me pregunto es si no habrá de acabar Iglesias
como terminara Ortega, adosándose pasivamente, por mor de las circunstancias se
justificaría, al Partido único, unificado y verdadero. Sobre todo porque -a la
vista está, no me arrogo ningún don profético ni adivinatorio- en tal menester
anda metido Iglesias Turrión desde muy niño -Mi hijo ha sido criado de la mejor manera posible de cara a su clase, a
su pueblo, a su gente y a su patria. Se llama Pablo porque se apellida Iglesias
(...) como se hubiera llamado Manuel si su padre fuera un Rodríguez, por el
revolucionario chileno al que cantó Mercedes Sosa (María Luisa Turrión,
madre- y en razón igualmente de, tras la Asamblea Ciudadana de Vista Alegre, es
más notorio aún su pretensión ‘pragmática’ de desmontar la ‘democrática’
Trinidad (Iglesias, Echenique, Rodríguez) que hasta el momento era la cabeza de
Podemos, hecho que presentaban como diferencial frente al denostado liderato
personal, invariable en los otros grupos a concurso.
Dejando
al margen que lo de educar al público (pueblo, gente, común, la basca) se
asienta en, al menos, tres visibles maldades del pensamiento más elitista y
refinado: a) que el pueblo no está educado; b) que la gente quiere que la
eduquen; c) que la educación es única y la tienen ‘los educadores, en ningún
caso ni el común ni la basca, y cerrando aquí la comparaza entre el orondo y
alopécico Ortega y el esmirriado y melenudo Iglesias -que, la verdad, quizá no
pase de ser un pegote (Adición
o intercalación inútil e impertinente hecha en alguna obra literaria o
artística) por mi parte-, algo de lo mismo -del recurrente regeneracionismo,
que tanto nos ha estado pesando en el tiempo pasado, desde Joaquín Costa a
Julio Anguita, quiero decir- me huele, y mal: me irrita la pituitaria, en la
dirección tomada por Pablo Iglesias Turrión de transformación, motu proprio, de
los movimientos sociales surgidos tras el complejo y acomplejado 15M en un
partido político, que tanto por su ecléctica composición ideológica como por
sus ansias de ganar a toda costa, muestra ínfulas de único. Así como me siga
atufando que, por dentro, la ‘representación de la militancia’, o sea: la
dirección del tal Partido Podemos (ojo con las siglas) haya de volverse
‘monocéfala’, aunque intenten camuflarla entre visillos y cortinones teológicos
trinitarios y escalenos: tres personas distintas y un solo dios verdadero.
La
conversión en Partido político del 15M (abreviando) se oferta como una cuestión
de puro pragmatismo, cuando el mismo no viene a significar sino la aceptación
de lo dado, del contexto político, del cual, no obstante ya se ha señalado,
hasta la exasperación, su lastre original. En una democracia de partidos, los
partidos tienden a autorrepresentarse, en la convicción, purita fe, de que
quien no está en el partido, es que no desea formar parte de la representación
y vive de espectador que no consulta la cartelera. Si el ‘no nos representan’, lisa y llanamente
abría una severa crítica y el consecuente abandono radical de la partitocracia
(con todo lo que esto pueda llegar a ser en una realidad múltiple), la
repentina transformación en ‘[estos] si nos representan’, conlleva una
concreción maniquea, en la que vuelve a imperar la división entre buenos y
malos, dándose por sobrentendido que los buenos ‘somos quien somos’ y los malos
el resto. Un bipartidismo de nuevo cuño, en cualquier caso, pergeñado dentro del
sendero leninista de un monopartidismo asentado, como siempre, en la ‘mayoría
absoluta’, que ahora pretende vestir el traje de la ciudadanía contra el poder
omnímodo.
No
voy a negar la conveniencia (sólo conveniencia) de formalizarse ‘al modo’ para
actuar con mayor eficacia (?) en la escena política. Pero también sabemos cómo
suelen acabar todos los ‘entrismos’ de cualquier cuño: seducidos por el poder (la
parcela de poder) que en ese mismo acto se alcanza de una vez. ¿Qué se cede a
cambio? En lo que estamos, la constitución de Podemos como partido político participante
en el juego electoral ha entregado el mismísimo Movimiento Ciudadano del que
partió. Lo ha desarmado, por querencia o por descuido, al tiempo que Podemos se
ha convertido en el nuevo dique de contención entre aquel y las instituciones
políticas que supuestamente hay que asaltar desde dentro. Me recuerda lo que
decía el pintor George Grosz de los revolucionarios alemanes de su tiempo: son
tan pacatas, que incluso cuando van a asaltar un tren, sacan antes el billete.
Basta con ver lo tranquilas que vuelven a estar las calles desde que aquel
Movimiento Ciudadano tan ‘malintencionado’ sólo sobrevive para dar cuerpo al
Partido Podemos.
Las
buenas intenciones, no obstante lo dicho, rebosan en la política, y no vamos a negar
que también las tengan, buenas y hasta mejores, los partidarios de Podemos. Sin
embargo, con sólo agitarlo un poco, con mirar por dentro de sus dobladillos, encontramos
en sus ‘representantes’ unas ansias de poder y exclusividad que llaman la
atención, y no de manera favorable a ellos. Todo parece montado, a través unas asambleas
marcadas desde fuera y de manera piramidal, para el triunfo de quienes ya han
triunfado: Pablo Iglesias y sus afines. Hay como una vuelta al argumento de autoridad,
lograda, ésta última, más que por la persuasión, por la presencia reiterada y
el poder temporal de quienes ‘casualmente’ -se suponía en un principio, cuando,
como en la época dorada del cristianismo
primitivo, la fijación de la doctrina era una tarea colectiva en la que podían
participar todos los fieles devotos de una comunidad (Serna)- andan un
escaño por encima. Es verdad que cuesta elegir y que en la elección última entran
valores añadidos apenas perceptibles. Pero tomar este asunto como la
consecuencia de un mal menor, arrastra un riesgo que quizá debiera evitarse. No
sé cómo, lo siento. Quizá diciéndolo simplemente que no a quien se presenta
voluntariamente. Eligiendo siempre al último de la lista. Cuenta Cornelius
Castoriadis (La institución imaginaria de la sociedad. Vol. 1 Marxismo y teoría
revolucionaria) que la idea de buscar el
poder y el mando sería locura para los indios zuni, entre los cuales, para
convertir a alguien en jefe de la tribu, hay que apalearle hasta que acepta.
Curioso.
Muy buena tu reflexión.
ResponderEliminarEs la nueva socialdemocracia, que vestida de revolucionaria -¿suena a pasado?- pretende ser el nuevo Partido, no de la clase obrera, si no de TODOS.
El Poder.
Podemos
Veremos