lunes, 1 de septiembre de 2014

¡JA SÓC AQUÍ!



¿Desvelar o conservar el secreto? ¡Quién sabe! El Ingeniero Nickolay, Bertram Nickolay, según el diario El País del 24 del mes vencido (el trabajo ha vuelto a vencer una vez más al goce veraniego) lleva años intentando recuperar los descomunales Archivos de la Stasi, la temible policía de la Alemania Comunista, hermana gemela de la también temible Brigada Político Social del ayer nuestro, y la mismísima CIA, la cual sigue operando todavía y en todas partes, incluido el territorio de la Stasi y la BPS.

El Ingeniero Nickolay, doblemente eficaz por alemán y por ingeniero, venía haciendo su encomiable trabajo en secreto, a oscuras, a hurtadillas, pero el descubrimiento de 16.000 sacos conteniendo diminutos y perfectos trocitos de antiguos documentos elaborados, también a escondidas, aunque en realidad fuese un ‘secreto a voces’, por los pupilos del Señor del Miedo, Erich Mielke, desde Pankow, ha hecho saltar el asunto a los medios, no sé si para reclamar la colaboración ciudadana, en plan ONG, y entre todos, cientos de ojos escudriñadores, armar felizmente tan desaforado rompecabezas, cuya culminación sin duda entraría en el Libro Guinnes de los records por siglos insuperable.

Me pregunto, desde el falso sosiego de una playa onubense mientras todavía no se ha levantado mi nieto de nueve meses, si el esfuerzo del Ingeniero Nickolay y sus becarios servirá para algo más, así como a quién será que le puedan servir los mismos. Entiendo que los documentos tan cuidadosamente desmenuzados –la labor del fuego y el agua es lo más encomiable en la reconstrucción constitucional de las antiguas dictaduras- se rellenarían desde la muy leal subjetividad ideológica exigida a los suyos (todos) por el Poder omnímodo. Algo semejante a lo que los novelistas le reclaman a su prosa: no apartarse de la intención primaria; responder a las necesidades del argumento principal. Las novelas y el Poder comparten esa misma y exclusiva pasión. Ambos persiguen alcanzar el final anunciado –El reich de los mil años incluido-, cuyo único oponente no sería sino el caos absoluto, la caída del Muro de Berlín o la ‘traición’ del joven rey Juan Carlos por partida doble.

Sin embargo, entretanto (la gente –como término de modo en las políticas de la poshistoria- sólo vive en los entretantos, diríamos parafraseando a Peter Handke) el espacio de la novela y el espacio del Poder se van llenando de comparsas, inevitables comparsas así las moscas de Antonio Machado, cuyas vidas han de permanecer en constante vigilancia, no sea que un desliz del destino lleve las cosas por otros derroteros, como en la Rayuela de Julio Cortázar o en el Noviembre en Madrid de 1936. Aun cuando, debemos reconocerlo así, tanto en uno como otro ‘experimento’ el azar venga prefigurado; trenzado por hilos arcanos que no se muestran a la vista pero a su vez contabilizan todas las permutaciones posibles.

Tal vigilancia –que no es sino cuidado de la multitud, aseguran- supone una tarea difícil, dura y poco apreciada. ¡Ay!, pobre doña María, ella que no sabe nada, su hijo el de la piel manchada a sueldo en la policía, tarareaba Nicolás Guillén lo mismo en la Cuba de Batista que en la de los Hermanos Castro. Y por lo mismo, una dedicación indispensable si se quiere que la Historia siga su curso acostumbrado y todo suceda en su seno, al decir de Lampedusa. Jamás en los intersticios que, a su pesar, esa misma historia deja en su trasiego y donde eternamente  aguardan las alimañas (Borges) su incierta y escatológica oportunidad.

Ante semejante ‘estado de las cosas’, ya se me empieza a ocurrir para qué y a quién ha de valer la reconstrucción minuciosa de toda esa documentación hallada, tanto da si en los sótanos de la Stasi, de la BPS, la CIA, el M5 (si aún se llama así), el Mossad o cuantos más se vanaglorian de sus investigaciones sociológicas, fatal eufemismo para colarse en las vidas ajenas. Y la respuesta no me gusta nada. Tan poco me agrada, que, por esta vez pase, hasta sonreiría si ‘las cosas’ siguen como estaban. Aún más: que el hallazgo de esos 16.000 sacos de basura informativa se aprovechara para perpetrar su desaparición total, Se requemaran y el aire arrastrara sus cenizas por los no lugares del olvido.

Yo, como García Oliver, sólo aceptaría ser Ministro de Justicia de la improbable República Española, con el fin de abolir cualquier memoria impresa de quienes sólo a la fuerza figuran en ella, incluido, claro está, mi propio nombramiento. Es la única reivindicación en la que me merece la pena mantenerme firme: en mi derecho a no dejar huella en este mundo (André Breton) Y cuando termine la muerte, si dicen a levantarse, a mí que no me despierten (Manuel Alcántara), ¡dita sea su estampa!

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