¿Desvelar o conservar el
secreto? ¡Quién sabe! El Ingeniero Nickolay, Bertram Nickolay, según el diario
El País del 24 del mes vencido (el trabajo ha vuelto a vencer una vez más al
goce veraniego) lleva años intentando recuperar los descomunales Archivos de la
Stasi, la temible policía de la Alemania Comunista, hermana gemela de la
también temible Brigada Político Social del ayer nuestro, y la mismísima CIA,
la cual sigue operando todavía y en todas partes, incluido el territorio de la
Stasi y la BPS.
El Ingeniero Nickolay,
doblemente eficaz por alemán y por ingeniero, venía haciendo su encomiable
trabajo en secreto, a oscuras, a hurtadillas, pero el descubrimiento de 16.000
sacos conteniendo diminutos y perfectos trocitos de antiguos documentos
elaborados, también a escondidas, aunque en realidad fuese un ‘secreto a voces’,
por los pupilos del Señor del Miedo, Erich Mielke, desde Pankow, ha hecho
saltar el asunto a los medios, no sé si para reclamar la colaboración
ciudadana, en plan ONG, y entre todos, cientos de ojos escudriñadores, armar
felizmente tan desaforado rompecabezas, cuya culminación sin duda entraría en
el Libro Guinnes de los records por siglos insuperable.
Me pregunto, desde el
falso sosiego de una playa onubense mientras todavía no se ha levantado mi
nieto de nueve meses, si el esfuerzo del Ingeniero Nickolay y sus becarios
servirá para algo más, así como a quién será que le puedan servir los mismos. Entiendo
que los documentos tan cuidadosamente desmenuzados –la labor del fuego y el
agua es lo más encomiable en la reconstrucción constitucional de las antiguas
dictaduras- se rellenarían desde la muy leal subjetividad ideológica exigida a
los suyos (todos) por el Poder omnímodo. Algo semejante a lo que los novelistas
le reclaman a su prosa: no apartarse de la intención primaria; responder a las
necesidades del argumento principal. Las novelas y el Poder comparten esa misma
y exclusiva pasión. Ambos persiguen alcanzar el final anunciado –El reich de
los mil años incluido-, cuyo único oponente no sería sino el caos absoluto, la caída
del Muro de Berlín o la ‘traición’ del joven rey Juan Carlos por partida doble.
Sin embargo, entretanto
(la gente –como término de modo en las políticas de la poshistoria- sólo vive
en los entretantos, diríamos parafraseando a Peter Handke) el espacio de la
novela y el espacio del Poder se van llenando de comparsas, inevitables
comparsas así las moscas de Antonio Machado, cuyas vidas han de permanecer en
constante vigilancia, no sea que un desliz del destino lleve las cosas por
otros derroteros, como en la Rayuela de Julio Cortázar o en el Noviembre en
Madrid de 1936. Aun cuando, debemos reconocerlo así, tanto en uno como otro ‘experimento’
el azar venga prefigurado; trenzado por hilos arcanos que no se muestran a la
vista pero a su vez contabilizan todas las permutaciones posibles.
Tal vigilancia –que no es
sino cuidado de la multitud, aseguran- supone una tarea difícil, dura y poco
apreciada. ¡Ay!, pobre doña María, ella
que no sabe nada, su hijo el de la piel manchada a sueldo en la policía,
tarareaba Nicolás Guillén lo mismo en la Cuba de Batista que en la de los
Hermanos Castro. Y por lo mismo, una dedicación indispensable si se quiere que
la Historia siga su curso acostumbrado y todo suceda en su seno, al decir de
Lampedusa. Jamás en los intersticios que, a su pesar, esa misma historia deja
en su trasiego y donde eternamente aguardan las alimañas (Borges) su incierta y
escatológica oportunidad.
Ante semejante ‘estado de
las cosas’, ya se me empieza a ocurrir para qué y a quién ha de valer la
reconstrucción minuciosa de toda esa documentación hallada, tanto da si en los
sótanos de la Stasi, de la BPS, la CIA, el M5 (si aún se llama así), el Mossad
o cuantos más se vanaglorian de sus investigaciones sociológicas, fatal
eufemismo para colarse en las vidas ajenas. Y la respuesta no me gusta nada. Tan
poco me agrada, que, por esta vez pase, hasta sonreiría si ‘las cosas’ siguen
como estaban. Aún más: que el hallazgo de esos 16.000 sacos de basura informativa
se aprovechara para perpetrar su desaparición total, Se requemaran y el aire
arrastrara sus cenizas por los no lugares del olvido.
Yo, como García Oliver,
sólo aceptaría ser Ministro de Justicia de la improbable República Española,
con el fin de abolir cualquier memoria impresa de quienes sólo a la fuerza
figuran en ella, incluido, claro está, mi propio nombramiento. Es la única
reivindicación en la que me merece la pena mantenerme firme: en mi derecho a no dejar huella en este mundo
(André Breton) Y cuando termine la
muerte, si dicen a levantarse, a mí que no me despierten (Manuel Alcántara),
¡dita sea su estampa!
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