domingo, 28 de septiembre de 2014

EN OTRAS PALABRAS



Algo tiene el agua cuando la bendicen y algo tiene el pueblo si su nombre aparece citado una y mil veces en [casi] todos los discursos políticos que se precien, tengan el color que tengan. Lo del agua no es distracción pasajera. Recuerden que una de las primeras acciones de política populista (que tiene al pueblo por testigo) la realizara el mismísimo Jesucristo en las bodas de Caná, Galilea, transformando el agua en vino para gran satisfacción del pueblo, que había acudido atraído por el espectáculo. Digamos, de paso, que siempre que hay pueblo hay espectáculo, como bien lo pudo comprender el Situacionista Guy Debord durante sus incursiones etílicas en la semana santa sevillana, donde, con enorme vista comercial, cambiaron el agua por gaseosa, sprite o 7up y así dieron carta de naturaleza al popular rebujito, hecho que ya me parece una ‘acción política consciente’, al menos lo bastante como para cuestionar de raíz la ‘acción populista’ del de Belén, por lo que esconde de milagrosa, esto es, de inopinada o carente de pensamiento previo.

Simplificando a conveniencia [mía], de esta transformación del portento en ciencia –o sea, dándose el paso de la gratuidad a la obtención de beneficios, como es la cosa- trata, en último instancia, el artículo de José Luis Pardo, ¿Quién dijo populismo?, publicado en el Babelia de El País, 27 de septiembre.

Persigue el señor Pardo distinguir entre la ‘Política política’ y los diversos populismos que se valen de la ‘política’ como del primer instrumento a mano en una situación de urgencia, pues, dice, estos no quieren otra política sino otra cosa mejor que la política, lo cual el señor Pardo desconoce qué puede ser y, consecuente, no se expone a aclararlo. Para ello, como en cualquier discurso político, y el suyo lo es por mucho que quiera rebajarlo a una modestísimo contribución léxica, recurre, una vez más, al pueblo, que para él permanece –yo diría que invariable pese a todo- en un antes y un después de la ‘actuación política’. De modo que sólo depende de qué ‘pueblo histórico’ hablamos para determinar con acierto si somos populistas o políticos. Mientras que a los populistas los distingue su invocación a un ‘pueblo’ (ilusorio) anterior y superior a la Constitución. Los políticos (debe añadirse: de carrera), por el contrario, son aquellos capaces de reconocer que el ‘pueblo preconstitucional’ es precisamente el que tuvieron que abandonar los fundadores del Estado moderno para instituir el poder público, para a continuación aclarar cómo el poder público no es la expresión de una voluntad popular previa, sino la configuración misma de tal voluntad por medio de la ley. Yo, por supuesto, no diría que no es así como lo expone el señor Pardo, e incluso me lo creo. Pero el que me lo crea, como que las ostras son afrodisiacas, tampoco me resulta óbice, valladar o cortapisa para no tomármelo como una tremenda grosería, o una de esas verdades que, antaño, la ‘prudencia política’ aconsejaba pronunciarlas en latín, como la misa que no deja de ser.

No hace falta, aunque convenga, leer a Giorgio Agamben para comprender que el comienzo de casi todas las constituciones (cito la española por comodidad) la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado, es una figura retórica que se pierde en la propia continuidad del texto constitucional, estrictamente: reglamentar: ponerle trabas al pueblo a fin de alcanzar que, al cabo, sea él quien resida, y se someta, a la soberanía nacional (la configuración misma de tal voluntad, dijo el señor Pardo). Y que los poderes que emanaron –sería más acertado decir: cedió- del pueblo tienen por objeto pasivo al pueblo. Vieja canción, sí, mas renovada, igualmente de forma pomposa –cháchara, palabrería, monserga- y periódica a efectos de que esa ‘presencia ausente’ del pueblo en la política, por paradójico que pueda parecernos, no termine por hacerse visible en sí misma y, entonces, devuelto al estadio preconstitucional, el pueblo reclame la nueva constitución de un Estado más moderno (¿otra cosa mejor que la política?), ¡con lo que cuesta volver a empezar!

Cuanto más me sorprende es esa constante recurrencia, por parte de unos y otros, populistas y políticos puros, al pueblo, sin ser de allí. Una ilusión, apunta el señor Pardo, que si aquellos quieren encarnar por vía del espectáculo (...en las grandes ocasiones puede ocupar las calles formando cadenas o corrientes humanas masivas que, aunque limitadas en número, pretenden encarnar esa fantasía por la vía del espectáculo), estos, pongo de mi parte, cuarto y mitad de lo mismo, pues como espectáculos, aunque más aburrido a falta de cantantes afines, brillan también los periodos de campaña electoral y el hecho en sí de las elecciones, cuando ya las encuestas previas lo dicen todo, a falta, quizá, de un ajuste sociológico de última hora. La pregunta no es otra sino: ¿tiene algún sentido que el pueblo siga estando presente en la vida política si ya se expresó, malgré lui, a favor de la Constitución que a la par lo excluye (Agamben)? ¿Qué tiene el pueblo que su amistad procuran? Más allá de ofrecerle la mejor de las coartadas a cuantos dicen hablar  en su nombre, nada. Ni siquiera el nombre, del que han cedido la representación. El partido nazi lo entendió cuando, tras ganar las elecciones (1933) e incendiar el Reichstag se declaró el partido único del pueblo alemán. Lenin lo entendió: Todo el poder para los soviets, y tras incendiar el soviet de los marineros de Kronstadt (fechas al margen) sólo dejó al partido comunista de la unión soviética (cachondeo no falte). Franco, ¿qué contar de Franco si arrinconó hasta a sus más conspicuos aliados una vez llegó a Burgos?  ¿Y los populistas? Los populistas siempre cuentan con la mayoría del pueblo aunque se mantengan a la espera mientras ‘maduran’ o no  las circunstancias. Luego, ya habrá ocasión en la que, desde la balconada del palacio presidencial, se declaren el Partido del Pueblo, de los trabajadores, de la Revolución. 

Y Podemos será un: Ustedes ya pudieron. Muchas gracias por su asistencia, pero la función ha terminado. En todo afán político hay un afán mayor de exclusividad. Ni bueno ni malo, en esto si acierta de pleno el señor Pardo: totalitario.

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