Conjugar, también y sobre todo, viene
a ser situar las palabras en el tiempo y así poder sobrevivir de humo mientras
nos apalabramos a la par suya. Pon
tanto, me atrevería a sugerir que si no conjugásemos, a lo mejor el tiempo no
correría. O no percibiríamos que el tiempo corre [deprisa, deprisa] y acaso eso
nos hiciese más felices y dichosos todavía. Una mentira, sí, por más de piadosa
y necesitada. Los antiguos persas tenían por norma de cortesía decir sólo aquello
que resultaba agradable oírlo. Por ejemplo, nunca le diría un persa a otro
persa: ‘¡Qué bien te conservas!’, pues con ello, además de aludir de forma
oblicua a su edad provecta, le estaría mostrando (Wittgenstein), de manera igualmente
bizca, que se falseaba a sí mismo; que trampeaba aunque, pese a todo, se le
notaba. Y sí hablando entre mujeres era el decirle una madre a la otra con
quien compartía la cola del supermercado: ‘¡Cómo ha crecido tu niño’, ponía
aquella todo el cuidado del mundo en evitar que ésta lo malentendiera como que
mientras el niño crecía ella se arrugaba, agregándole enseguida: ‘y tú, ¡hay
que ver!, si más que su madre pareces su hermana’. Por desgracia, los persas
desaparecieron un día, como los huevos de corral, y ahora los iraníes andan
siempre a la gresca.
No sé si ustedes estarán de acuerdo en
que, en efecto, lo de conjugar conlleva un gran peligro que se cierne sobre
todos y cada uno de nosotros, aunque pocas veces alcancemos a verlo así, pues, para
disimularlo, con gran habilidad por parte nuestra pergeñamos la nostalgia y la
esperanza. Recordar y esperar quizá sean, junto al amor, los único inventos
(también cuentos, mentiras, infundios) humanos. Y por lo que se refiere al
amor, tan decidida y exclusivamente humano, que hasta el mismísimo dios, dicen,
hubo de rebajarse a hombre para amar, a lo cual le enseñaría su madre mientras
san José carpinteaba para llevarles el sustento a los tres, otra forma.
Lo malo resultó ser que, con el tiempo
–siempre el tiempo- rondándole muy de cerca, como el respirar, el amor se volvió
verbo impreciso: el verbo amar, y nos quedo, para los restos, como una de esas
palabras que pueden –pero más que pueden, necesitan- tener variación de persona, número,
tiempo, modo y aspecto, conjugables pues, y ya la lengua –que siempre es
única al hablarla, ya sea en español, inglés, alemán o sueco- se puso en pie de
guerra contra los hablantes, por cuanto, pese a las verdades que aportaba al
entendimiento de ellos mismos, no más abusaban de ella y no le mostraban ningún
respeto.
Nada puedo objetar a que el amor y el
amar varíen en persona y en número. Somos -porque sí- tú y yo quienes nos
amamos o, desgraciadamente para mí, tú y otro sois los que os amáis a mis
espaldas. Amar, por mucho que precise de las personas, no significa que éstas hayan
de ser las mismas una y otra vez, bucle permanente. En la variación está el
gusto, sostienen los sociólogos cualitativos. Respecto al número, si es muy probable
que a quien se ame de veras sea a uno mismo, lo suyo es que el amor uno lo
comparta con otro u otra, a efectos -vale, somos como somos egotistas y
egoístas- de tener con quien discutir cuál de los dos ama más y mejor cuando
llegue la ocasión. Tampoco voy a cuestionar la diversidad en el modo y en él
aspecto, porque, bien mirado, si a todos nos gustara la misma y el mismo, menudo
lio se montaría a nuestro alrededor: Troya, Dunkerque, Verdún, el Valle de los
Caídos donde quisieron repetir la torre de Babel. Por el contrario, debemos felicitarlos
de que sobre gustos no haya nada escrito. Metáforas si acaso.
Sin embargo, lo tocante al tiempo de
la conjugación me saca de quicio. Lo encuentro de lo más mezquino, que el amor
se mida en razón al tiempo, y así sea
que los otros dos mencionados grandes ’engendros’ del hombre (ausento a lo mujer
porque ya sería canalla meterla ahora en los desmanes que sólo nosotros pergeñamos,
incluso a su costa): la nostalgia y la esperanza (culpa y promesa de los significamentosos
lacanianos) ya se aposenten –como el rey del ajedrez, sin sacarlo jamás del
tablero- en el cruel pretérito imperfecto y el más rotundo y perverso, si cabe,
pretérito perfecto, la nostalgia culposa, mientras la esperanza lo haga en el
futuro simple, por irremediable y cicatero. La
amaba, la amé, la amaré condicionan gravemente la plena
quietud de la amo, presente que se
desvanece o se retrasa. ¿A quién y por
qué, pagamos semejante deuda?
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