martes, 30 de septiembre de 2014

CON JUGAR BASTA



Conjugar, también y sobre todo, viene a ser situar las palabras en el tiempo y así poder sobrevivir de humo mientras nos apalabramos a la par suya.  Pon tanto, me atrevería a sugerir que si no conjugásemos, a lo mejor el tiempo no correría. O no percibiríamos que el tiempo corre [deprisa, deprisa] y acaso eso nos hiciese más felices y dichosos todavía. Una mentira, sí, por más de piadosa y necesitada. Los antiguos persas tenían por norma de cortesía decir sólo aquello que resultaba agradable oírlo. Por ejemplo, nunca le diría un persa a otro persa: ‘¡Qué bien te conservas!’, pues con ello, además de aludir de forma oblicua a su edad provecta, le estaría mostrando (Wittgenstein), de manera igualmente bizca, que se falseaba a sí mismo; que trampeaba aunque, pese a todo, se le notaba. Y sí hablando entre mujeres era el decirle una madre a la otra con quien compartía la cola del supermercado: ‘¡Cómo ha crecido tu niño’, ponía aquella todo el cuidado del mundo en evitar que ésta lo malentendiera como que mientras el niño crecía ella se arrugaba, agregándole enseguida: ‘y tú, ¡hay que ver!, si más que su madre pareces su hermana’. Por desgracia, los persas desaparecieron un día, como los huevos de corral, y ahora los iraníes andan siempre a la gresca.

No sé si ustedes estarán de acuerdo en que, en efecto, lo de conjugar conlleva un gran peligro que se cierne sobre todos y cada uno de nosotros, aunque pocas veces alcancemos a verlo así, pues, para disimularlo, con gran habilidad por parte nuestra pergeñamos la nostalgia y la esperanza. Recordar y esperar quizá sean, junto al amor, los único inventos (también cuentos, mentiras, infundios) humanos. Y por lo que se refiere al amor, tan decidida y exclusivamente humano, que hasta el mismísimo dios, dicen, hubo de rebajarse a hombre para amar, a lo cual le enseñaría su madre mientras san José carpinteaba para llevarles el sustento a los tres, otra forma.

Lo malo resultó ser que, con el tiempo –siempre el tiempo- rondándole muy de cerca, como el respirar, el amor se volvió verbo impreciso: el verbo amar, y nos quedo, para los restos, como una de esas palabras que pueden –pero más que pueden, necesitan- tener variación de persona, número, tiempo, modo y aspecto, conjugables pues, y ya la lengua –que siempre es única al hablarla, ya sea en español, inglés, alemán o sueco- se puso en pie de guerra contra los hablantes, por cuanto, pese a las verdades que aportaba al entendimiento de ellos mismos, no más abusaban de ella y no le mostraban ningún respeto.

Nada puedo objetar a que el amor y el amar varíen en persona y en número. Somos -porque sí- tú y yo quienes nos amamos o, desgraciadamente para mí, tú y otro sois los que os amáis a mis espaldas. Amar, por mucho que precise de las personas, no significa que éstas hayan de ser las mismas una y otra vez, bucle permanente. En la variación está el gusto, sostienen los sociólogos cualitativos. Respecto al número, si es muy probable que a quien se ame de veras sea a uno mismo, lo suyo es que el amor uno lo comparta con otro u otra, a efectos -vale, somos como somos egotistas y egoístas- de tener con quien discutir cuál de los dos ama más y mejor cuando llegue la ocasión. Tampoco voy a cuestionar la diversidad en el modo y en él aspecto, porque, bien mirado, si a todos nos gustara la misma y el mismo, menudo lio se montaría a nuestro alrededor: Troya, Dunkerque, Verdún, el Valle de los Caídos donde quisieron repetir la torre de Babel. Por el contrario, debemos felicitarlos de que sobre gustos no haya nada escrito. Metáforas si acaso.

Sin embargo, lo tocante al tiempo de la conjugación me saca de quicio. Lo encuentro de lo más mezquino, que el amor se mida en razón al tiempo, y así  sea que los otros dos mencionados grandes ’engendros’ del hombre (ausento a lo mujer porque ya sería canalla meterla ahora en los desmanes que sólo nosotros pergeñamos, incluso a su costa): la nostalgia y la esperanza (culpa y promesa de los significamentosos lacanianos) ya se aposenten –como el rey del ajedrez, sin sacarlo jamás del tablero- en el cruel pretérito imperfecto y el más rotundo y perverso, si cabe, pretérito perfecto, la nostalgia culposa, mientras la esperanza lo haga en el futuro simple, por irremediable y cicatero. La amaba, la amé, la amaré condicionan gravemente la plena quietud de la amo, presente que se desvanece o se retrasa.  ¿A quién y por qué, pagamos semejante deuda?

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