¿A dónde van los perros cuando se sueltan? Pero lo
que, según se dice, más amamos de los perros es su fidelidad. La imagen idónea es
la de un perro a los pies de su amo. Lástima que sea como el estribillo de una
canción azul/fascista: Yo tenía un
camarada / entre todos el mejor. En cambio los gatos... Los gatos le
gustaban hasta al maldito Baudelaire. Y nunca, que se sepa, ha habido un gato
policía, ¡Ay! pobre doña María...
Sin duda me está hablando de los perros capitalinos,
esos que cagan en bolsitas de plástico y los lavan con jabón de muchas pompas. Los
perros de los que yo hablo –esto es, los perros de los que habla Emilio Gómez Barroso
para ser exactos-, los perros de las afueras, los perros de los arrabales, de Madrid
o de New York, de Calahonda o de Sant Cugat del Vallés, andan sueltos, callejeando
de la mañana a la noche, como las crías escalabradas de la, ¡Ay!, pobre doña María.
¿Cómo recuerdan los perros? El qué no importa. También
los perros guardan secretos, sólo que no escriben de ellos para no darle pistas
a los fantasmas, a los siniestros, a los espectros. Porque si por algo sobreviven
estos seres tan dudosamente espirituales pese a la mucha afición que provocan
entre los vivos, es porque se arrogan el don de ajustar cuentas pendientes, el
no perdonar las ofensas, el retrasar cuanto más el olvido, que no es otra cosa
que el dejar de pensar en la muerte desde el primer día del resto de tu vida. Oblivio coronat memoriae opus. ¡Ay!, pobre
doña María, muerta sin saber latines.
Y yo, que no Emilio Gómez Barroso, sin imaginar
siquiera cómo recuerdan los perros. ¿A quién le importa? Pues le importa a
Emilio G..., quien parece haber descubierto que los perros y los recuerdos son
la misma cosa. Y así, una vez se ha puesto a escribir, bendita sea, se ha
puesto, mejor, a soltar los perros o a airear los recuerdos. Sin cuidarse de
que muerden. Quizá queriendo que nos muerdan. Procurando que cada página de su
libro sea como apretar los dientes sobre la carne blanda del lector adormecido.
Haciendo sangre con sus palabras-dientes. Hiriendo sin matar, pues todo ocurre
de memoria, como cada noche le contaba al padre de sus crías, ¡Ay!, doña María.
Llegados aquí, llenas las calles de perros sueltos,
no sé qué actitud conviene. Si armarse para la defensa. Si salir corriendo. Si dejarse
morder hasta los tuétanos. Desde luego, leer estos Perros sueltos de Corazones
blindados es un riesgo del que va a resultar difícil salir bien librado, la
buena literatura tiene unas cosas.... Pero no leerlos, sería un crimen del que ni
en mil años se olvidaría, ¡Ay!, la pobre doña María.
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