Dice José Luis Pardo acerca de la fuente/urinario de
Marcel Duchamp: “No hay nada en ella que
entender”. (Estudios del malestar. Políticas de la autenticidad en las
sociedades contemporáneas. Ed. Anagrama, Argumentos. Barcelona 2016) Si damos
por válido este supuesto (sin pretender por ello agotar sus posibles y varias
interpretaciones), cabe preguntarse enseguida: ¿Cuándo? ¿Cuándo, o mientras, la
fuente era un sencillo y útil urinario o ahora que el urinario es una artística
fuente? Es obvio que tanto la fuente como el urinario, el urinario y la fuente,
permanecen al margen de este entretenimiento entre preguntas necias y
respuestas sordas. Cualquiera los distingue a simple vista, sin necesidad de
que al lado figure la impertinente cartela donde se detalla qué es lo que es
“eso”; amén de a quién pertenece, que no falte esto último. [Y quizás estaría
en la presencia de esa cartela al lado del objeto expuesto el primer y mejor
indicio de la distinción entre la obra de arte y el objeto utilitario. Nótese,
por ejemplo, su ausencia delatora junto a los extintores contra incendios que
de rincón en rincón, así el arpa becqueriana, amojonan las paredes de cualquier
Museo. Circunstancia, que no obstante su posible relevancia en un tema como
éste que tratamos, dejamos para mejor ocasión.
De otro modo también podríamos tomar la dichosa
“fuente” como un objeto andrógino –en el contexto ducassiano del encuentro
fortuito [y a la espera de que André Breton lo recupere objetivo, “el azar
objetivo”, para así justificar su demostrado amilanamiento frente a la
amenazadora Nadja, la femme] de una máquina de coser (ella) y un paraguas (él)
sobre una mesa de disección (la blanca pared del museo), pero que, para el caso
nuestro, el “artista” lejos está de querer diseccionar- más maternal que
paternal, en vista de cómo Duchamp lo culmina en (la) Fuente y esconde, con
finura (finesse lo llama Pardo), el urinario. Con ser muy ocurrente, tampoco
vamos a meternos en este aspecto de la cuestión. Bástenos con dejarlo caer y
que sean, si así les place, los doctores de la capilla duchampista quienes se
devanen los sesos en la elaboración minuciosa de la teoría concordante.
Puede verse, de hecho ni siquiera hemos intentado
disimularlo, el nulo interés que nos provoca la artística fuente, cuanto menos
nos urge servirnos del útil y siempre a propósito urinario. Es tarde ya para
dejarse sorprender por cualquier gesto presuntamente iconoclasta, máxime si
este gira alrededor de algo con tan mala imagen como el retrete. Ni la
intención de Duchamp de subvertir el arte, ni su dudosa formalización
‘estética’ ofrecen plusvalía alguna a la cual agarrarse y, como consecuencia de
ello, desear quedarse con ella para luego recolocarla en algún preferente del
salón de casa en vez de arrojarla a la basura, lo que al parecer terminó
haciendo Alfred Stieglitz, visto que Marcel Duchamp tampoco la reclamaba. Nuestra
incursión en este asunto viene motivada por el hecho menor de que, pese a la
desaparición del original, sin duda cargado de aura benjaminiana pese a todo,
en los museos de arte contemporáneo abundan las copias y no son pocos los
visitantes ocasionales de los mismos que con regularidad matemática se enfrentan
a ellas ¿con qué ánimo? ¿El estético o el utilitario? ¿Le ganó, al fin, la vida
al arte o las expectativas de la vida fueron atropelladas por las del arte? ¿Lo
simbólico superó lo real o viceversa?
No podemos decir otra cosa que no sea: Estamos en
ello. Seguimos en ello. Esperando el
provenir pero el porvenir no llega (E. Morente). Amenazados tanto por las
Autoridades sanitaria: El Arte obstruye
las uretras, como por las Artísticas: Prohibido
mear fuera del tiesto. Atrapados por igual en la ordinariez proletaria de
la Fuente de don Marcelo, como en el exhibicionismo capitalista del retrete
dorado de Maurizio Cattelan, por lo que a vivir se refiere: En la cercanía de
los retretes, artistas y gente varia confundidos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario