jueves, 3 de octubre de 2013

EL PRECIO DEL PAN -XII-



L
a Bolsa o la Vida –me impelió el Ladrón enmascarado surgido de las sombras y de las páginas de una novelilla de kiosco, donde con toda seguridad había aprendido esa ridícula frase. Un ladrón de verdad. Un ladrón que sabe lo que se hace, me habría dicho: dame todo lo que llevas encima o te rajo como a una hogaza de Pan tierno. Porque el ladrón profesional llevaría una enorme navaja en su mano izquierda –los malos son siempre zurdos- que daría fe de sus inequívocas intenciones, llegado el caso. Pero la alusión al Pan – cosa mental mía, pues acabo de contarles que el ladrón sólo me pidió que le diera o bien la Bolsa o bien la Vida- me hizo pensar que, en efecto, cuanto cargaba en la Bolsa era Pan, y así se lo hice saber.

-En la Bolsa llevó el Pan de mis Hijos, y eso, como usted comprenderá, no lo comparto con nadie, por muy ladrón que sea. Quíteme la Vida si quiere.

El Ladrón enmascarado me miró sorprendido –supongo, pues el que hubiera mudado de cara no podía yo verlo tras la máscara- y durante unos instantes pareció dudar qué hacer (este detalle también me llevó a pensar: no, no se trata del Lenin, el temible azote de la burguesía que aún se atrevía a salir de noche).  Y sin perder del todo la debida compostura, aproveché ese pequeño descuido suyo para redundar en mi plática disuasoria.

-Ahora bien –seguí mi atrabiliario discurrir: más miedo que vergüenza-, si me mata –tampoco iba aandarme con circunloquios- prométame que hará cuanto esté en sus manos para que mis Hijos  reciban el Pan a tiempo. Son niños. Están en edad de crecer. Y un día, sólo un día, sin Pan, basta para provocarles un trauma... tanto en su desarrollo físico como en su complementación psíquica –pude añadir aun cuando cueste creerlo.
Sucedió, sin embargo, que el Ladrón enmascarado no era tan idiota y reaccionó a tiempo. Sin más requilorios por su parte, apretó el gatillo de la pistola que apenas si era capaz de sostener con las dos manos y me disparó. Pum Pum Pum.

Las balas ni las vi -el humo sí, pero al humo jamás se le presta la debida relevancia si hay fuego-, las sentí. Sentí como, una tras otra, se me metían en pecho, le habían abierto un agujero, y me mataban con la misma rapidez con que se casca un huevo golpeándolo con el filo de la sartén puesta al fuego. De modo y manera que cuando el cuerpo real del huevo, el huevo propiamente dicho, cae sobre el aceite hirviendo, es ya un cadáver y no sufre. Como tampoco yo sufrí. Ni siquiera –aunque antes haya expresado lo contrario- ante el temor de que los niños se quedaran sin Pan[1], daba por hecho que el Ladrón -ahora se había quitado la máscara visto que nada tenía que ocultar- no cumpliría la palabra que tampoco, la verdad, me había dado. Seguramente, porque nunca fui un buen Padre. Y lo de hoy –que fuera yo quien saliera a buscarles el Pan a los niños en lugar de su Madre, como de costumbre- se debía a una puñetera casualidad. Pensamiento, éste, muy habitual entre los muertos:


[1] Sin pan, sin pan, sin pan
sin pan, sin pan, sin pan
sin pan, sin pan, sin pan
y trabajar.
San Antonio pa' comer
San Antonio pa' cenar
San Antonio pa' comer
y trabajar.
Sin pan, sin pan, sin pan
sin pan, sin pan, sin pan
sin pan, sin pan, sin pan
y trabajar.
Una hostia pa' comer
una hostia pa' cenar
una hostia pa' comer
y trabajar.
Sin pan, sin pan, sin pan
sin pan, sin pan, sin pan
sin pan, sin pan, sin pan
y trabajar (canción popular)

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