Trabaja,
negro trabaja,
Y vive de tu sudor,
Que en el pan que te comas luego
Con la faena sabra mejor.
Barbara y Dick
Y vive de tu sudor,
Que en el pan que te comas luego
Con la faena sabra mejor.
Barbara y Dick
Nuestros
abuelos no pensaban que tenían que ser felices en el trabajo. Y yo, le apostilla
Dupont a Dupont, aún diría más: nuestros abuelos pensaban que el trabajo era
una mierda. La grand merdre (Pere Ubu). Precisamente eso que estaba ahí donde ahí
sigue para no permitirnos, a nuestros abuelos y a sus nietos, ser felices. Si
no, ¿qué sentido tendría que la lucha de clases (así la llamaban antaño)
tuviese uno de sus ejes en la reducción de la maldita jornada laboral? Y yo aún
diría todavía más: ¿qué sentido y no sinrazón hay en el hecho cruel de meter
una jornada laboral en el día a día?
La originaria expulsión del paraíso
fue una acción de pleno totalitarismo: ganarás el pan con el sudor de tu frente
etcétera, pero nuestros queridos abuelos, viejos y diablos a la par, supieron arrostrar
semejante cruel condena de la Suprema Autoridad con la dignidad que supone no
condescender, no acomodarse, buscar la felicidad fuera del trabajo, sin el
trabajo aunque bien a sus expensas. Y si no están de acuerdo con esto que les
digo, lean no más el magnífico texto de Jacques Rancière, La noche de los
proletarios. Pero, ¿cuándo fue la torpe circunstancia tras la cual el trabajo
pasó a tenerse como ‘un bien de toda la humanidad’, un estúpido derecho’, el
derecho por encima de todos los derechos y daba acceso a ellos? Charlie Marx y
sus muchachos tienen mucho que ver en el asunto, aun cuando debamos reconocer
que en su voluntad de repartir el trabajo entre toda la humanidad -el que nadie
esté sin trabajo; el que no trabaja no come ni siquiera las sobras- suponía, de
algún modo, la rebaja cuantitativa del trabajo individual, único motivo lícito
para, en el entretanto ese en el que Carlitos Marx ponía todas sus esperanzas, la
dictadura del proletariado, luchar (sic) contra el paro, cuánto más si no se
está parado. No distingo si su a su pesar o a su gusto, pero sí que en el
marxismo primitivo sigue pesando, sobre cualquier otra razón de ser, la
consideración del trabajo como algo que, por suerte, se acaba y al que hay que
dedicar el menor tiempo posible. Aunque tampoco reivindicar la pereza, así se
lo propusiera su yerno Paul Lafargue, pues es sabido que el demonio [capitalista]
acecha en la acedia, en la flojera del espíritu.
Con todo, ni el buen Marx, ¡tanto se
parece al dios de la biblia!, ni la reata beatífica de marxianos que hicieron
de ‘la fuerza productiva’ el único motor de las sociedades, pudieron imaginar
la deriva que la consideración del trabajo iba a sufrir en estos últimos
tiempos en los que la gente (la mayoría) si
se plantea la idea peregrina de ser
felices trabajando. Gente hay ahora que considera el trabajo un bien, y
hasta el bien de bienes o el bien en sí mismo. Gente que trabaja porque sí; por
realizarse, como los artistas.
¿Se puede llegar a entender semejante
estulticia? No quiero quitarle a nadie su gusto, pero tampoco puedo dejar de
pensar que hay gustos perversos y que, como al parecer lo dijo Jean Saul
Partre: el gusto de uno termina donde empieza el gusto de los demás. Y la
verdad, ese gusto de trabajar choca con la realidad forzosa que venía siendo la
del común de los trabajadores. Sencillamente porque cuando nadie quería
trabajar, el trabajo había que compensarlo, extremo [este del salario, y máxime
si justo] que hoy empieza a no ser imprescindible, tanto más en cuanto el dichoso
Capital anda sabedor de que ya no constituye la principal fuente de acumulación
de bienes, ni siquiera trabajando los más para los menos como era el modelo
clásico.
Basta hojear la Teoría de la clase
ociosa de Thorstein Veblen para darse cuenta de algo tan simple y vulgar,
conforme a la apostilla de los más concienciados y sindicados, como que: trabajando
no se tiene tiempo para hacerse rico. Ni, en el otro extremo, para poner a
punto los prolegómenos de esa prometida revolución que por fin un día nos hará
ociosos.
*Las frases en cursiva pertenecen a Víctor
Lenore. Indies, hipsters y gafapatas. Capitan Swing, 2014
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