Rehusar cualquier atisbo de trascendencia. Actuar como de estar a
punto del gran batacazo y no pensar la proeza de subir por la ladera este de
una gran colina, desde cuya cima volverá a rodar, cabeza abajo, la roca hacia
el oeste, conforme el sol se oculta. Algunos quisieron ver en la labor del
griego Sísifo, antiguo rey de Éfira, el afán ciego de desgastar la altura de la
colina con el roce de la piedra empujada hasta lo más alto, y así aplanar la
superficie para que los desheredados de la tierra pudiesen añorar el horizonte.
-¡Vaya un camelo! –se le oyó
decir al anciano Nihilista, sentado al fondo del local, protegido por la
oscuridad y ahora sólo enfrentado a una botella de orujo blanco a medias.
Todo lo que trasciende vive con los días contados –continuó el Orador,
sordo a cualquier comentario que pudiera torcer su relato.- Yo sobreviví al
hundimiento del Pequod. Fui el único, de una tripulación numerosa que hasta
entonces había permanecido unida, que se negó a embarcarse en aquel su último
viaje. Yo no creo en ballenas blancas ni en hombres cuyo destino llevan escrito
las estrellas. Ahab no era más que un viejo desdentado. Mil y un hombres
murieron a su lado y sólo yo puedo recordar sus nombres. El nivel del mar
aumenta día a días por los cadáveres amontonados en sus profundidades.
-¿Y eso a quién le conmueve? –el anciano Nihilista parece tener ganas
hoy. El discípulo anónimo que se había acercado a su mesa y se había sentado a
su lado, pidió para él la segunda botella de orujo.
La trascendencia es un falso destino –desestimó el Orador la
intempestiva de su antagónico,- pues nadie supera la prueba de las alturas. Yo
estuve en los días del Diluvio. Desde la azotea de mi casa en la montaña pude
contemplar cómo las aguas anegaban la tierra. Incluso a mi llegaron a cubrirme
hasta la cintura. Me hice, entonces, como un árbol firme en sus raíces y logré
salvar a millones de pájaros que tomaron su descanso posándose en mis brazos,
extendidos como las ramas de un árbol frondoso. Pero también los pájaros que
salvaba de las aguas y de su frialdad, me abandonaban. Para ellos era más
trascendente volar que alegrar con sus cantos los momentos que me quedaban.
-Pero sigues vivo, Orador, superaste tu maldita trascendencia –el
anciano Nihilista logró finalmente que cuantos lo estaban escuchaban y atentos se
complacían en sus palabras, como los efectos de una planta adormidera, se
volvieran hacia él, banales virutas de hierro atraídas por un poderoso imán. Desde siempre no falta en su mesa una
botella de orujo gratis que lo distraiga en las horas que allí permanece
sentado, protegido por la oscuridad, proyectando sombras que alivien a sus
paisanos de las grandes certezas que el Orador quería confiarles.
Había nacido el Arco Iris. Andy Warhol lo inmortalizó con su polaroid.
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