No hay día en que las moscas no vengan a distraerme de la
escritura.
Les he cogido cariño y las amparo como me gustaría que
hiciesen conmigo de ser yo quien fuera a molestar a alguien en su trabajo.
Les pongo azúcar, miel, mantequilla, mermelada, rodeando el
papel que tengo enfrente y, entre tanto, me conforto viendo cómo les agrada el
dulce.
Pierdo la mañana con sus vuelos y si, al cabo, las veo irse
con el apetito saciado, pienso que ya es tarde para empezar a escribir de otra
cosa que no sean esas moscas amigas que me han tomado por su desinteresado
protector.
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