

Milagro, portento, ocurrencia,
en fin, sin origen reconocible, sin principio datable. Por ejemplo, recibir –en
tu onomástica, con ocasión de los Reyes Magos de Oriente- el regalo no
solicitado en la carta a los Reyes, en las insinuaciones –no tan veladas por
mor de hacerte entender a fin de cuentas- con que días antes de la fecha
señalada bombardeas a familiares y amigos más obligados, pues ellos (los Reyes,
los familiares, tus amigos del alma) ya deben estar informados al respecto,
supones con gran concordia.
Milagro, maravilla,
prodigio, suceder que no obstante su dificultad manifiesta, se cumple en lo
imprevisto. Hecho donde la sosegada añoranza deviene transformada en cosa y la
cosa tiene los perfiles concretos (como no podía ser de otra manera) de la nostalgia.
Y que cada cual incluya, a continuación, su ejemplo más complaciente.
*En el mundo familiar a
los pecios los llamamos trastos sin ninguna ceremonia. Trastos viejos,
alpatanas, que se arrinconan con cierto deje proustiano en cualquier lugar recóndito
de la casa; del salón en el ángulo oscuro.
Mas siempre cerca, siempre al alcance de la mano, la parte del ‘cuerpo
organizado’ más ávida de recuerdos y en cuya naturalidad se confía.
Quizá se eluda el nombre
de pecio –resto de la nave naufraga que alcanza la playa- en favor del de
trasto, bártulos, antigualla, para no indicar con ello que la vida familiar
también transcurre en el mar y, como en el mar, en condiciones inciertas si no
aparatosas; en la zozobra que amenaza la navegación y ya presagia el naufragio
en lontananza.

Los cacharros abollados de una cocinica. Los soldaditos de
plomo mutilados. Los tebeos descuajaringados, nos hablan, a la larga, de la
fugacidad de la memoria; de la imposible empresa por conservar una memoria
completa, veraz, de unos hechos que, supuestamente, deberían seguir ahí para
volver.
(Pero los juguetes rotos siembran de
trampas el camino de regresos.
Pecios de la edad.)
Hay una maldad –preconstitucional, ilegítima- en la
perseverencia de los padres en conservar los juguetes rotos del hijo.
Con ellos le regalan la mayoría de edad.
Con ellos se despiden.
*El cuerpo se vuelve
presencia, absoluto, una vez el alma lo abandona, porque para entonces es ya un
cuerpo en ruinas, las ruinas de un cuerpo que fuera gozoso mientras contuvo un
alma, que ahora lo abandona la primera, en esto como las ratas, al presentir el
naufragio, la desdicha.
A la playa llegan restos
del naufragio habido mar adentro, pecios de los cuales se apropia el
desaprensivo bañista que lo vio todo sin acercarse presto por si había de
ofrecer alguna ayuda. No tiene miedo que le ocupó antes, cuando no acudió, pues
–lo sabe- las ratas no nadan hasta la playa. En esto, como el alma, las ratas se
pierden, desaparecen –que se volatilizan, lo diríamos de creer en el milagro-
para, sólo mucho después, reaparecer, resucitar –alma y ratas- en la memoria:
en los relatos siempre beneficiosos de las proezas que realizó el barco antes
de irse a pique -como es irse a ninguna parte-; en las alabanzas de la vida
clara, sin matices, que en vida llevó el muerto.
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