
Sobre
todo, porque aprendió a sentarse y a quedarse quieto sentado mientras yo no
dejaba de agitar a su alrededor, animado en quitarle ese sitio que, por lógica,
ya me correspondía a mí y no a él. Que fue inútil, sobra comentarlo. Que llegué
a odiarlo por ello, me parece está de más repetirlo.
Luego, se
murió, y yo lo miraba (morirse) desde los pies de su cama de enfermo fiel.
Supongo que ese debió ser un buen momento para perdonarlo todo. Sin embargo, no
lo hice. Al contrario. Lo odié más que nunca. Y creo que por una vez con razón.
Esa manera suya de dejarme en su lugar, era, en realidad, que me abandonaba.
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