
No debo pasar
por alto que aquel remoto día peleamos –sí, peleamos sin llegar a las manos-
por quién se quedaba con el único ejemplar de Paz en la guerra disponible en la
Librería. Una pieza sin valor, sobra decirlo, de la colección Austral,
accesible a nuestros bolsillos. No recuerdo cuál de los dos se llevó el gato al
agua, cuanto menos me interesa rememorar ahora el resultado de aquella
contienda incruenta. La verdad, ni siquiera Unamuno me interesa hoy día. A la
vejez, don Miguel resulta de un impertinente insufrible. Pero si les cuento
esta añosa anécdota es porque en ella puede esconderse la causa de la firme
posición de P.S. respecto a impedirme el paso a su dichosa Biblioteca. Si, en
la ocasión, salí yo victorioso, acaso P.S. nunca me lo haya perdonado. Y sí,
por el contrario, el vencedor fue él, quién sabe si ha vivido temiendo mi
venganza en el robo del libro en cuestión. Ese ejemplar que, a la postre, tanto
nos ha unido como nos ha mantenido a la apropiada distancia entre dos
coleccionistas envidiosos.
Pero ayer
tarde, ya les dije, sin venir muy a cuento, P.S. aparcó sus temores –déjenme
suponer mi derrota- y me abrió el paso al territorio hasta entonces para mí
prohibido.
Intenté, nada
más oírselo decir: Vale, ya va siendo hora de que te deje entrar –me dijo de
forma tan obstusa para cualquiera como comprensible para mí. Intenté, repito, lo
primero, explicarme su cambio de actitud; pero nada me iluminaba. Hacía tiempo
que se rumoreaba en ‘el mundillo’ que P.S. se había pasado al libro digital. A
mí esto me resultaba increíble, más enseguida se me vino a la cabeza y raudo
cavilé si no iba a ser verdad semejante disparate y lo que P.S. me mostrase a
continuación fuera uno de esos terribles ebook donde, supuestamente, caben
cinco, diez, veinte mil libros, la mismísima Biblioteca Nacional de la que P.S.
se había adueñado de modo virtual y de la cual, por extraño que a mí me
pareciera, se sentía tan orgulloso como si se tratase de algo apilable, así los
libros ciertos.
No podía ser verdad
y, de momento, no lo era, pues tal como me acababa de prometer, cumplió su palabra.
Me llevó a su casa y me metió en su Biblioteca.
¡Qué espanto,
madre mía! –exclamé nada más cruzar la puerta. En lo que era la famosa Biblioteca
de P.S., en efecto, había montañas de libros; miles de ciberlibros idénticos,
negros y aplastados, que, uno a uno, P.S. me fue diferenciando como sólo un
padre se siente capaz de identificar a sus mellizos. Este es una primera
edición de La Divina Comedia. Este, Los detectives salvajes. Este Usos del
diccionario. Aquel, las Cañadas de Soria. Mira, aquí tengo un incunable. Lo enchufó
y, ciertamente, por algún extraño fenómeno ocurrido en el ciberespacio, las
páginas del libro se habían borrado.