jueves, 26 de julio de 2018

TSUNAMI EN UNA PLAYA ASTURIANA. cuento de verano


Un día perdí mi anillo de casado
y huí de ella como quien escapa del fuego:
a tientas.

Estábamos en el mar.
Yo nadaba cerca del hijo que teníamos.
En un momento, estiré el brazo para salvarlo
y el anillo salto de mi dedo de manera salvaje.

Al salir del agua el niño sonreía feliz y a salvo.
A mí se me escapó un suspiro.
Su madre, mi casada, lo tomó en brazos
y juntos ocuparon la toalla de extremo a extremo.
A mí me desterraron.

Fui a comprar unos refrescos y una bolsa de patatas.
Cuando volví mi casada y mi hijo ya no estaban.
Corrí a buscarlos, pero corrí en la dirección contraria.

Fue un extraño suceso,
me contaron, más tarde, los periodistas que cubrieron la noticia.

De repente, en el mar se abrió un enorme agujero,
cuyos bordes brillaban como los de un anillo de oro,
y en nada se lo hubo tragado todo.

Así como si una potente máquina de fotos, al dispararse
–es lo que tienen las armas; su peligro–, hubiese borrado el original
a favor de una copia que, pensándolo bien, nadie sabe dónde va.

Yo sí, claro. Pero callé.
Hablar me hubiese inculpado.
No sólo de la desaparición de ella, mi casada, y del hijo que criábamos juntos,
lo cual sería suficiente para una justa y larga condena.
Puestos a ello, me habrían atribuido, incluso,
el desajuste global del Universo.
El vacío que reinó desde entonces de este lado del agujero,
donde apenas si sobrevivimos siete mil quinientos millones
–algo menos si descontamos a ellos dos: mi casada y nuestro hijo–
de desatentos.

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