Hay gente que pierde el sentido con excesiva facilidad. Los
interrogados, por ejemplo, con grande inquina a lo largo de muchas horas de
angustia. Los clandestinos al ser descubiertos y detenidos y llevados a
prisión. Los iluminados, de repente, por la luz del fin del mundo, adelanto de
la luz de un mundo nuevo. Los músicos de jazz cuando improvisan. Los enamorados
al descubrir que el amor no es lo todo en la vida. Los bebes al arrancarlos de
la teta materna. Los viejos que ya no pueden orinar erguidos. Los jueces
rectificados por un tribunal superior. Los actores de un film porno al acabarse
el rodaje. En fin, y por no extendernos con una nómina interminable, mucha
gente; la gente que un día cualquiera vuelve a casa del supermercado o de la
oficina o del parque donde mata las horas, y no da con ella, siendo entonces
que, atraída por un estrambótico designio, se ve obligada a cambiar de vida al
no recordar nada de su vida anterior: ni la compra ni el trabajo ni el recreo.
Gente, personas que sienten detrás suya el vacío y temen aún más el vacío que
se les avecina. Personas en la encrucijada; con un pie apoyado sobre un punto
ciego y el otro sostenido en el aire. Entre todos ellos –ellas también, ¡qué
lástima!- componen al albur un archipiélago o una constelación de estrellas, unidas
por el vacío que a la par los separa, y visibles sólo desde muy lejos. O en un
mapa. O en el teatro. O en una antología poética.
Claro que he expuesto casos extremos. La gente sencilla como
los estudiantes de botánica, los músicos de estudio, los asalariados del
comercio al detalle, las adolescentes que visten faldas plisadas, los onanistas
accidentales, los fontaneros y los mecánicos de aviación y los ingeniosos
ingenieros y los enlazadores de perros sueltos (e.g.b.), los profesores de
rimas y cálculos complejos, los prisioneros y sus embrutecidos guardianes,
entre otros sanos y enfermos, jóvenes y viejos, cultivados y groseros, ricos y
hasta pobres (son admitidos) amontonados como el trigo en una hogaza, apenas si
sienten un ligero vahído una vez en sus vidas, largas y estiradas, no obstante,
al igual que un chicle americano. Reciben una fuerte impresión, como tras la
ingesta de un veneno suave y acostumbrado o así anduviesen navegando entre los
humos de unas finas yerbas traídas de tierras lejanas, aunque casi siempre, sorprendidas
en lo muy normal y cotidiano de agacharse a recoger el pañuelo caído de una
dama antigua o en el rápido alzarse del asiento, cuadrarse, saludar con el
brazo alzado la llegada tronante del preboste ausente; decía que reciben una
impresión capaz de marearlos a todos y a cada uno, pero no con la suficiencia necesaria
para arrojarlos de bruces al suelo, tal que fardos mal franqueados en origen. En
su vulgaridad de gente callejera, de gente que ni ve ni presiente el vacío
reinante bajo el adoquinado que pisan, también tienen a su favor la suerte de poder,
todavía, apoyarse en la pared, sostenerse en un árbol, en el quicio de una
puerta o en Antonio Machado, que siempre va con ellos. Y vomitan. A lo más
vomitan, como los provincianos en las norias. Esta gente se desahoga y recupera
con simplemente vaciarse, pues va a ser verdad que todo documento de cultura es
también un documento de barbarie.
Entre el Sentido y la Sensibilidad, la
comitiva sigue discurriendo por los intersticios del vacío, se me ocurre.
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