Se sobrentiende
que uno deja de ocuparse de lo que se venía ocupando cuando se jubila. En eso
consiste el acierto y la trampa de la merecida (o ahorrada) pensión que el
trabajador recibe cuando alguien decide por él que ya no rinde lo suficiente para
seguir en su puesto de trabajo habitual. Por lo general, el trabajador se toma a
bien su nueva situación. A esa edad está cansado ya y empieza a reconocer en
voz alta que su vida, en realidad, ha sido una mierda hasta ese momento, aunque
alberga la vaga esperanza de que, con la pensión, por fin va a poder hacer lo
que le gustaba. Por ejemplo, escribir. Nada ni nadie se lo puede impedir. Cuenta
con todo el tiempo del mundo a su favor (?) y carece de otras obligaciones que
lo distraigan. El sueño, ¡vamos!, de cualquier escritor a la largo de su vida
activa, mientras, trabajaba, en el mejor de los supuestos y gracias a que padre
se empeñara, de profesor de instituto, columnista de periódico, locutor de
radio o presentador de televisión, funcionario, por oposición y para siempre. Esto
fue lo que les hizo merecedores de la susodicha pensión vitalicia los años que
le resten, pues pocos de los escritores que conozco la cobran merced a su paralela
dedicación en ‘tiempo real’ a la gozosa escritura.
Siendo así
como creo que es, no entiendo por qué un pensionista no ha de poder seguir
dándole a la pluma o a la techa más allá de los sesenta y cinco años de rigor. Si
sabe, si todavía le alcanzan las fuerzas y las ganas, allá él se las componga. Si
hasta su pareja ya se ha conformado con llevar la vida que llevan. Pero entonces,
llega Hacienda y le dice que nones. Que no puede percibir pensión y derechos de
autor. Y los escritores, que todo se lo han de pensar, se llevan las manos a la
cabeza y sólo se les ocurre amenazar con no volver a escribir (...entonces, pa’que escribir) en la vida
nunca jamás. En Derecho -¿podré decirlo así?- no hay derecho, si, como he
expuesto, para la pensión cuenta el haber sido profesor, funcionario, etcétera.
Que este planteamiento, apenas esbozado, sea correcto o no lo sea, deberán
resolverlo los juristas en lo suyo. Aquí no nos cabe, por mucha buena voluntad,
y a lo mejor sentido común, que nos guie el hablar de ello.
Lo que nos
concierne –al menos como lectores que abonamos la parte alícuota del autor (una
miseria)- es la respuesta de los escritores de oficio a la malévola reconvención
de la Hacienda Pública: Vamos a dejar de escribir. En principio, me ha causado
un liviano asombro (tampoco quiero exagerar) el que ninguno de ellos se muestre
propenso a renunciar a su pensión, como bien hicieran en descargo de la
comunidad, si fuese mínimamente cierto, y no reclamo publicitario, aquello de:
Haciendo somos todos. Como lector, es la cuestión, me veo sin nada que leer de ‘mis
contemporáneos’ los próximos años, y en consecuencia, sólo me repone del
asombro la indignación. No hay derecho, vuelvo a pensar. No me parece justo –porque
aún me sigue confundiendo la justicia y la ley- que no pueda volver a leer a
Muñoz Molina, a don Mario, al único Goytisolo en activo, a Pere Gimferrer, Fernando
Savater, a Sánchez Dragó, a Pérez Reverte, a Federico Jiménez Losantos... que al
subrayarlo en rojo mi procesador de textos, señal de estar equivocado, se me
cae encima como una piedra de molino, obligándome a torcer mi opinión, cosa que
hago un poco a la ligera. A lo mejor no es justo ni conforme a Derecho, me digo
mientras esbozo una media sonrisa, pero ¡qué alivio!
Ninguno de
los citados, me advierte enseguida mi poco activo sentido de la sensatez, ha
amenazado con convertirse en uno más de los escritores del no que tanto gustan
a Vila-Matas, pero como fantasear no es lo prohibido, que lo es pretender
cobrar por ello, doy por sentado que se sumarán a la iniciativa, sino por
necesidad, sí por solidaridad –algo les debe quedar- con su hermanos menos
afortunados. Y ya puesto a fantasear, imagino un país, algo así como el nuestro
sin guerras civiles de por medio, en el cual su Hacienda se ha pasado a las
filas del más radical barthesianismo y el todavía peor foucaultismo, haciendo
realidad la más fiera de sus proposiciones, algo que ni ellos mismos –es decir,
ni Barthes no Foucault- fueron capaces de llevar a su última consecuencia: la
muerte del autor. Con lo fácil que era. Ha sido mentar el dinero y el que más y
el que menos ha corrido a ponerse a buen recaudo. Lo bueno, pues no logro
escapar de mi quimera, sería aplicarse ahora con los curas. Puesto que de suyo
ya tienen ganada la pensión del cielo, que dejen de trabajar de una vez aquí en
la tierra. O que lo hagan de gratis. El mero hecho de pensarlo me devuelve lo
real: Ni los escritores ni los curas están por hacérselo de gratis. Así que
pasen setenta años, Federico García Lorca sólo ha sido un caso extraordinario de
poeta emérito.
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