viernes, 15 de octubre de 2021

SIN ARTE NI PARTE


A primeros del mes de agosto de 1936, el Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, antiguo Hospital de pobres, fue colectivizado por las milicias confederales; en concreto, por la sección sindical de artistas visuales de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT en adelante), popularmente conocida como ”Sin Arte ni Parte”, al frente de la cual se encontraba el dibujante Helios Gómez, gitano de nacimiento y anarquista por vocación.

Poco, por no decir nada, recogen las historias oficiales de los méritos y desméritos en las actividades del Museo madrileño, que en su lado oeste deja caer una sombra roja sobre las calles adyacentes –Ronda de Atocha y Argumosa–, durante el periodo (El corto verano de la anarquía, acertó a llamarlo el escritor alemán Hans Magnus Enzensberger) de colectivización del mismo, dado que las graves circunstancias de guerra imperantes en Madrid en esos años (1936-1939), le llevaron a apostar por un arte efímero, de acción directa, de guerrilla; un arte menor, si así se quiere ver, de decididas influencias dadaístas y del Fluxus, en lugar de gastar el menguado presupuesto del Museo en pomposas y costosas exposiciones de artistas de relumbrón, tal y como no dejaban de indicarle desde la Dirección Nacional de Bellas Artes en Valencia, sede del Gobierno republicano tras su vergonzante huida de Madrid. No está el horno para bolos. No son tiempos de estampitas, resumía con sorna flamenca Helios Gómez a cuantos le inquirían sobre su natural desobediencia a las órdenes. Ni Dios ni Estado ni Patrón.

Pero, entretanto, la labor del colectivo anarquista del MNCARS, jamás reconocida, ni siquiera por el gran historiador libertario del arte, sir Herbert Read, fue incesante y decisiva para el desarrollo de las Vanguardias por venir. Alertados y alentados por la proclama duchampiana sobre limitar en lo posible la producción de ready made, comenzaron, en secreto, de manera anónima, a reunir cuantos objetos pudiesen ser susceptibles de transformarse en uno de esos ready made para, posteriormente, dosificar su salida al mercado reconvertidos en su sentido original, de forma tal que jamás llegue a producirse el hartazgo de los coleccionistas, previsto por el Maestro Duchamp en sus días de mayor gloria.

No se sabe qué pudo ocurrir con el material conservado por “Los sin Arte ni Parte” una vez hubieron de retirarse precipitadamente de Madrid ante la inminente entrada en la capital de las tropas facciosas. Retomado el Museo por Los Nacionales, nada se encontró de lo acumulado allí por ellos, aunque su conocimiento por parte de un miembro de la quinta columna infiltrado en el grupo o un oportunista traidor, dio origen a lo que en la Causa General se conoce como el Expolio del tesoro artístico nacional por parte de “los rojos”. Sea como fuere que los anarquistas lograron salvar el fruto de su interesante “Work in progress”, asunto que podrá ser o no desvelado algún día, lo cierto es que gracias a su desinteresada aportación a los sótanos del arte, el ready made sigue dando guerra, a fin de que algo de humor perdure en el autista mundo del Arte. No pararán.


martes, 21 de septiembre de 2021

LO QUE BIEN ACABA


El derecho a la vida está limitado por el hecho cierto de la muerte, de manera que, bien a nuestro pesar, jamás debe ser considerado uno más de los derechos naturales; un derecho fundamentado en la naturaleza humana; lo que nos pertenece por el mero hecho de estar vivos. Porque vivo, tengo derecho a la vida. Y es cierto, pero ni antes ni después. Esto es, ni se tiene derecho a la vida antes de nacer ni después de que la muerte nos cite en su hora: la hora de la muerte, contra la cual no cabe alegato alguno en contra y, menos todavía, el recurso a una estancia superior, dado que fue ésta quien, al facilitarnos la adquisición de ese supuesta prerrogativa, así lo determinó de una vez y hasta siempre.

Visto lo cual, resulta obvio que tampoco se trata de un derecho fundamental, constitucional. A lo sumo, supone una “promesa de felicidad” que, pese a la  buena voluntad de los legisladores, se le concede el rasgo, nada nos garantiza al respecto de exigir el don de la vida en la sobradamente conocida “hora de la muerte”, asunto que las Autoridades, en su inopia característica, han dejado en manos de la Medicina, ya que no como solución, al menos como pasajero remedio, pues, como bien pudiera haberlo dicho Michel Foucault, los males (la enfermedad) en esta vida son un pago adelantado de los males que nos esperan en la otra. (Vigilar y castigar).

Y a lo sumo que puede aspirar la Medicina es a estirar el tiempo de nuestro derecho a la vida, retrasando el hecho inexorable de la muerte. No parece suficiente ni alivioso ese ‘estar en capilla’ como es ponerse en manos de la Medicina, pero, ciertamente, expresa una voluntad de hacernos creer, mientras tanto, que la vida supone un derecho constitucional (artículo 15 de la Constitución Española) Queda abolida la pena de muerte [¿hay muerte que no sea pena?], salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra. Es decir, salvo circunstancias excepcionales o imprevistas, como lo son la enfermedad y la simple desgana de vivir (así como se vive: tan malamente), en las cuales la muerte, que una vez en territorio clínico o desesperanzado no se da sin batallar, sin entrar en guerra con ella, tiene la victoria asegurada y, para entonces, nada más oportuno que la rendición absoluta. Para entonces, en plena cordura, enfrentarse a la muerte con la muerte cuando nuestro derecho a la vida es lo único que nos permite elegir.

Por supuesto, es una victoria pírrica lo que se obtiene. Una victoria en la que el vencedor sufre más daño que el vencido, si no fuese porque, para el caso, vencedor y vencidos son, somos, uno mismo, quien, sin embargo,  opta por negarle (¿simbólicamente?) a la muerte que vuelva a celebrar su declarada hegemonía.

¿Y después? Después, una mismo ya no está para atribularse con preguntas carentes de respuestas. Alivia saber, no obstante, que la vida queda en lo que se deja por herencia.


martes, 7 de septiembre de 2021

DE LIBROS


Dice Alejandro Zambra: Se lee debido al deseo, al afán de pertenecer a una familia, a un clan; a una clase; a un partido; en fin: a sumar en la multitud. Eso es lo que dice Alejandro Zambra y, por mi parte, me limito a repetirlo, a copiarlo, como en los periódicos, porque no me acaba de convencer. No me convence que por leer a Alejandro Zambra –de quien, por cierto, sólo puedo hablar cosas buenas– sea que busco sumarme, uno más, al grupo de lectores de Alejandro Zambra, de la literatura chilena, de la literatura sudamericana y ni siquiera de la literatura universal. Mejor si les confieso que los libros que más me provocan son aquellos en los que ni siquiera imagino que pudiese caber yo ahí. No me veo en las situaciones que se representan en los libros que leo. ¿Por qué creer que se escribieron pensando en cuánto me gustaría encontrarme en él; pertenecer a algo que ya funciona perfectamente sin mí? ¿Qué pintaría, yo, por ejemplo, en La metamorfosis de Kafka? Me consideraría una mala persona si, dado el caso, no hubiese hecho cuanto estuviera en mis manos para evitar que Gregorio Samsa se durmiera y despertase transformado en un bicho horrendo y asqueroso O en Últimas tardes con Teresa. Lo cito porque yo aún sigo con Teresa y nunca llegamos a esa última tarde de entre las ultimas en que deberíamos decirnos adiós por culpa de un guión que escribió Juan Marsé sin preguntarnos a ninguno de los dos cómo nos iba a ir más adelante. 

He oído comentar a muchos lectores eso de Un libro me cambió la vida, pero a ningún escritor le escuché decir Un lector me cambió el libro. Y esto ocurre porque todos los libros son objetos del pasado. Un ente, o una realidad, que nace cadáver, y el papel del lector se resume y concreta en el del voluntarioso asistente sanitario aficionado que trata inútilmente de insuflarle aliento, de devolverlo a la vida. A la postre, será el lector quien cargue eternamente con su falsa culpabilidad: Hice cuanto pude. No pude hacer más. Pero se mantendrá en su empresa salvavidas. Volverá a los libros que supuestamente le van a cambiar la vida, como la golondrina al balcón becqueriano. 

También he pensado mucho acerca de la estúpida pregunta: ¿Qué libro se llevaría a una isla desierta? Y como ninguno de los interrogados entrevistados, más preocupados todos ellos por quedar bien ante la audiencia y por sentar el canon de su conocimiento, que por ser precavidos ante tan desasosegante situación, respondía: Un manual de sobrevivencia, he llegado a la obvia conclusión de que el lector perfecto, ese héroe que todo libro añora, en efecto, sólo sería feliz, plenamente dichoso, si en tal situación se viera, pues más tarde o más temprano, se vería, obligado por las circunstancias, a alimentar un fuego con las hojas de ese libro que logró rescatar de la tragedia y le hacía dulce compañía. Por fin se encuentra no solamente a solas, sino también ausente, apartado, caído, desprendido de la masa muscular del mundo al que la quema de ese libro le ha conducido. De modo que, sin llegar a saber bien el porqué, tengo la sensación de verme forzado a llevarle la contraria a Alejandro Zambra, postulando –esto es, argumentando sin pruebas a favor– que no es “pertenecer a” la pretensión primera y última del lector, y sí lo ‘completamente otro’ (pinche Luis Castro) de ausentarse de todo cuanto pudiera desensimismarlo (ya la palabra es dudosa), apartarlo de un sí mismo del cual atisba alguna posibilidad de existencia. Ya es, no digan que no, un movimiento iniciático que tuvo lugar al escoger el libro al objeto de separarse del mundo real; al preferir la historia vencida a la vida en ciernes. Así será que sólo si logra desembarazarse de ese ejemplar que tanto le sujetaba, comprenderá que ha alcanzado la plenitud del Ser, el Nirvana o la más ancestral Bobería. Lo malo es que no tendrá ocasión de contárselo a nadie, pues nadie está con él para celebrarlo juntos. Y, peor todavía, será que, ante la falta de lectura, nazca un nuevo futuro escritor, a quien, si la suerte le acompaña, si la fortuna le sonríe, alguien –pienso en Vila Matas y sus escritores del no– acabará rescatando de las páginas blancas del olvido; libro del cual aún queda casi todo por escribir.


miércoles, 1 de septiembre de 2021

DIARIO AUSTRAL Notas para un relato



DIARIO AUSTRAL

Notas para un relato

 

 

 

–I–

 

Día 1. Martes.

 

Manchas en la piel

 

El cuerpo o el Mapa de un Archipiélago escondido entre las brumas

 

En la textura de la piel está el viaje

 

Algún día, no obstante, habremos de desembarcar en una de esas islas a la deriva que el cuerpo, en su inaccesibilidad, nos ofrece, y por extraño que nos pueda parecer, acabaremos entendiéndonos con los nativos,   grandes expertos en las artes de la hospitalidad.

 

Día 2. Miércoles.

 

Abandonamos puerto con la aurora

Como las aves que se alejan del frío

Como los alacranes que se dan la muerte al sentirse rodeados por el fuego

Como las almas que aborrecen del cuerpo yaciente

 

Partimos hacia la amplitud de un día y de un mar que eran, a su vez, los días y el mar de siempre

 

Día 3. Jueves.

 Llovieron frutas que eran cuentas sueltas de un collar roto

Boletas con la escritura tachada de los nombres de los agraciados 

Hilos de metales hirvientes, como los de una jaula abandonada

  

En las cocinas, mientras tanto, las mujeres no logran encender el fuego

Hace horas que los machos viejos partieron a cobrar la caza y aún están por regresar

Pronto, nada más de comienzo el llanto de los niños, prendidos en los anzuelos del hambre cansina, se oirá hablar de nuestra huida en el aullido lamentoso de los perros 

 

Para entonces, las magas resurgirán de sus cuevas profundas a renovar sus añosos acertijos

Los artistas plásticos grabarán sus imágenes sobre superficies invisibles

Los adolescentes desdentados se morderán entre sí con la rabia de las fieras

Los poetas, como los desertores, cantarán las proezas de unos héroes anónimos

 

Y, en fin, en el lugar empezarán a ocurrir cosas, padecimientos, vejaciones que jamás se soltarán de nuestra causa

 

 –II–

(Decires de la nostalgia)

Día 4. Jueves.

La de ayer fue la noche en que lloramos por vez primera

Cada cual su culpa. Cada uno sintiéndose como una vara doblada por el viento

 

Día 5. Viernes.

La voz que se libró de las ataduras es de noche un ensueño hiriente

Una fiebre que nubla los ojos y engarza los recuerdos

El olor de un almacén abandonado donde todavía se guardan inventos sin estrenar

 

¿Cómo no caer en el ardid de un Tiempo que aún nos duele, cuando sólo queda la confusión de los ruidos de un pecho enfermo desde el silencio oscuro de los pájaros en sus improvisados dormitorios?

Ceder por un rato a lo que el lápiz no escribiría; al lenguaje desconocido de las criaturas que siguen habitando en las manchas de tu cuerpo:

Salpicaduras de un barro a medio cocer todavía

 

 Día 6. Sábado.

Dame, tú, la desconocida de los labios húmedos, 

la extranjera que me habita,

el beso que me guíe de vuelta;

que me devuelva a casa

y en ella halle, propicia, la ocasión

de hacer las paces con los míos

 

–III–

Día 7. Domingo.

Pie a tierra

Nos rodearon sombras que alardeaban de su soberanía

Cicatrices que seguían marcando el lugar de las heridas

Bocas que se quedaron abiertas mientras pedían clemencia para sus hijos

Los nombres de los resistentes grabados en las cortezas de los árboles

 

Pero nada que pudiésemos arrebatarles de nuevo a aquella gente que acudió a darnos la bienvenida

 

Día 8. Lunes.

El mapa, y no lo piel, responde a la superficie de un territorio inhabitable


miércoles, 11 de agosto de 2021

GRIETAS


Pero yo vivo solamente en los intersticios
(Peter Handker) En las grietas, nos dice con más cercanía Francisco Javier Gallego Dueñas. Los intersticios parecen cosa de arquitectos bien pagados. Las grietas, en cambio, pertenecen a los que levantan su casa en las orillas. Y los poetas se cuentan entre estos últimos: Somos grieta, titula Javier Gallego su poemario.

 

Pero los poetas quizá no sean la grieta que somos todos de una forma o de otra. Los poetas, en realidad, son como esos bichillos que, en las noches, habitan las cocinas de las casas viejas (y las casas que todavía no han envejecido, no son casas todavía) y corren a refugiarse entre las grietas que se abran entre las losetas del suelo, entre los intersticios de los muebles mal ajustados, cuando alguien de la casa sorpresivamente da la luz y se recupera la normalidad. Así que, a los poetas, al igual que a los escurridizos bichillos de la noche, más que verlos, se los intuye, como al dolor [que] se agazapa ensordecido en las salas de espera, porque extrañan un mundo / que continúa existiendo / cuando los ojos se cierran.

 

Mas, dejemos a un lado las condiciones en las que los poetas escriben sus poemas. Nunca serán las óptimas. Siempre habrá un poso de resentimiento; un algo de enemistad hacia ese mundo de luces encendidas y brillos falsos. Quizá no resulte demasiado riesgoso atribuirle a los poetas un afán de inexistencia; un irreprimible deseo de no ser o, al menos, de no figurar entre los que si son o eso se creen. De ahí que soporten bien su existencia clandestina, su vivir al margen, en las afueras. Sin embargo, les acaba venciendo –por no decir corrompiendo– la nostalgia y, sin acabar de mostrarse, nos dejan, como prueba de su existencia, los poemas que escriben, así los restos de un naufragio voluntario.

 

Permanecer donde las olas no lleguen,

donde no alcance el trueno,

donde las sombras se pierdan,

donde se ocultan las termitas,

lejos de la luz de la luna y las farolas.

 

No sé por qué tengo la sensación de que Javier Gallego es consciente de esta desconcertante situación a la que le ha llevado su feliz ocurrencia de hacerse poeta, o bichillo impertinente, pues viene a dar lo mismo. Casi nos lo está diciendo cuando clama contra el sujeto (Olvidad al sujeto empobrecido, /olvidad al sujeto empoderado, / masacrad al sujeto consciente) porque, en su confianza, ya está el verse en veloz carrera hacía la grieta donde se cobija. Pero cumple. Cumple con esa otra parte que le corresponde y no le permite marcharse del todo, dejándonos por delante sus palabras, que, como en todo poema que se precie, son las pistas en el mapa del tesoro. A sabiendas de que hay que seguir porque no estamos solos en la obra. Gracias.

 

 

 

 

 


lunes, 17 de mayo de 2021

MAPAS E IMÁGENES


 


¿De dónde la viene al hombre su fascinación por el mapa? Posteriormente, o desde siempre, por su exactitud
(Italo Calvino. El viandante en el mapa. Colección de arena. Alianza tres, 1987) no obstante, José Lezama Lima nos ofrece una respuesta más aproximada a una verdad innecesaria: el horror vacui o miedo a quedarse sin imágenes. Y de modo parecido habla Kart Schlögel: Probablemente los mapas son la forma más importante que el ser humano se ha creado para escapar del horror vacui (En el espacio vemos el tiempo. Siruela 2007)

 

¿De dónde esa confianza en la exactitud del mapa? ¿No nos enseña Ulises lo errático, lo laberíntico que puede resultarnos el camino del retorno? Ir resulta fácil en la medida en que, allí donde lleguemos, no habrá nadie esperándonos; nadie para decirnos: “sí, ya has llegado, es aquí donde venías”. Volver, en cambio, se convierte en una empresa de grandes dificultades por solventar, si ya no se trata de seguir las precisas indicaciones del mapa que, sin quererlo ni saberlo, pura acción del “Adivinista” (Justo Navarro), hemos grabado sobre el suelo, sino de deshacer, de desinformarnos de esas indicaciones que nos trajeron a donde estamos inopinadamente. Acaso sea necesario convenir que la presunta exactitud del mapa traza, nada más, el viaje de la ida, pero que, para la vuelta, enfrentando el intricado retorno a lo conocido, no hay mapa que no sea el mapa de un dédalo irresoluble.    

 

¿Por qué ese miedo a quedarnos sin imágenes? ¿Acaso ignoramos lo que le sucediera a Narciso al verse reflejado [facultad que, hasta entonces, sólo les pertenecía a los dioses]? Fue la imagen lo que le perdió. Fue en la imagen donde se topó con el vacío, a cuya atracción ni supo ni quiso oponerse, resistirse, pues lo propio de la imagen es fijar el emplazamiento (tiempo y lugar), realizar la cita en la que hallamos la correspondencia con lo que somos. El modelo y su representación. Mitad todo y mitad nada, entremediados por la decisión fatal de dar, al respecto, con una salida que, no obstante, nos habrá de resultar por siempre indiferente, porque cuanto reste tras ella será un eco, sólo un eco.

 

Theodor Wiesengrund Adorno, en su Estética, apuntaba que el ciudadano medio –esto es: cualquiera– desea un arte voluptuoso y una vida ascética, y sería mejor lo contrario. Pero para que así sea, para llevar una vida voluptuosa, como supuestamente fue en el paraíso, y contar con un arte ascético –la representación de lo prohibido–, antes sería preciso decir que nos fascinan las imágenes por su exactitud, ya perdido el miedo a quedarnos sin el mapa.


viernes, 7 de mayo de 2021

MADRID

 

 

No hace tanto como se quisiera pensar para mejor alivio propio, Madrid era una ciudad de más de un millón de cadáveres, según las últimas estadísticas (Insomnio. Dámaso Alonso). El verso pasó la dura censura del momento porque nadie supo ver que la presumible metáfora era, en realidad, de una literalidad tan pasmosa como cruel, según el estado de la calle. Muertos de entierro y olvido y muertos en vida que se escondían por miedo a acabar como aquellos otros que ya abonaban la tierra infértil de las cunetas. Urgió, en consecuencia, ocupar de nuevo Madrid; llenar Madrid con gente de la misma ralea que la de quienes habían desbrozado las malas hierbas. Fue entonces cuando Madrid dejó de creerse la tumba del fascismo para transformarse, motu proprio, en su cuna y su niñera. Eran tropa ruidosa y peleona; personajes sacados del Género Chico: zarzuelas, sainetes, verbenas –tan de Madrid como los azucarillos y el aguardiente– que no dudaban en mostrarse agradecidos ante las migajas con que el Poder los regalaba a cambio de su adhesión incondicional, cada vez que volvieran a tocar a rebato con la musiquilla que sale de los bares abiertos.

A mayor abundancia de lo mismo, en los años de la Movid(it)a madrileña –la mayor embestida de un tal Tierno para unir a la fiesta de la Transcripción del nada más cataléptico franquismo (como el gitano Antón, no estaba muerto, estaba tomando cañas en la Pradera de San Isidro) a la cultura obediente: Hombres G, Mecano, Alaska y los Pegamoides, los hijos satisfechos de Majadahonda y no los hijos del agobio vallekano; centro y no periferias, alguno de La Luna, o en sus aledaños, pergeñó un eslogan muy prometedor: Madrid me mata. Tampoco en esta ocasión hubo quien captara lo literal de esta metáfora, cargada del humor negro de papá Summers, y de los réditos que el tiempo le iba a ir añadiendo hasta el día de hoy.

No veo a dónde quiero llegar. Todavía ando desorientado, navegando malamente entre los efectos de una vacunación incompleta y los efluvios fétidos resultantes del 4M (¿qué tendrá mayo para tanto alterar la piel de las conciencias?) Aparte de que tanta unanimidad me resulta bastante viciada (Ferlosio diría), sólo se me ocurre añadir para cubrir tanto desvarío, que alguna vez deberíamos empezar a mirar con la seriedad lo que no dejan de decirnos los poetas, sean de oficio o de afición. Tengan un buen sueño, que el día va a ser largo.