martes, 21 de septiembre de 2021

LO QUE BIEN ACABA


El derecho a la vida está limitado por el hecho cierto de la muerte, de manera que, bien a nuestro pesar, jamás debe ser considerado uno más de los derechos naturales; un derecho fundamentado en la naturaleza humana; lo que nos pertenece por el mero hecho de estar vivos. Porque vivo, tengo derecho a la vida. Y es cierto, pero ni antes ni después. Esto es, ni se tiene derecho a la vida antes de nacer ni después de que la muerte nos cite en su hora: la hora de la muerte, contra la cual no cabe alegato alguno en contra y, menos todavía, el recurso a una estancia superior, dado que fue ésta quien, al facilitarnos la adquisición de ese supuesta prerrogativa, así lo determinó de una vez y hasta siempre.

Visto lo cual, resulta obvio que tampoco se trata de un derecho fundamental, constitucional. A lo sumo, supone una “promesa de felicidad” que, pese a la  buena voluntad de los legisladores, se le concede el rasgo, nada nos garantiza al respecto de exigir el don de la vida en la sobradamente conocida “hora de la muerte”, asunto que las Autoridades, en su inopia característica, han dejado en manos de la Medicina, ya que no como solución, al menos como pasajero remedio, pues, como bien pudiera haberlo dicho Michel Foucault, los males (la enfermedad) en esta vida son un pago adelantado de los males que nos esperan en la otra. (Vigilar y castigar).

Y a lo sumo que puede aspirar la Medicina es a estirar el tiempo de nuestro derecho a la vida, retrasando el hecho inexorable de la muerte. No parece suficiente ni alivioso ese ‘estar en capilla’ como es ponerse en manos de la Medicina, pero, ciertamente, expresa una voluntad de hacernos creer, mientras tanto, que la vida supone un derecho constitucional (artículo 15 de la Constitución Española) Queda abolida la pena de muerte [¿hay muerte que no sea pena?], salvo lo que puedan disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra. Es decir, salvo circunstancias excepcionales o imprevistas, como lo son la enfermedad y la simple desgana de vivir (así como se vive: tan malamente), en las cuales la muerte, que una vez en territorio clínico o desesperanzado no se da sin batallar, sin entrar en guerra con ella, tiene la victoria asegurada y, para entonces, nada más oportuno que la rendición absoluta. Para entonces, en plena cordura, enfrentarse a la muerte con la muerte cuando nuestro derecho a la vida es lo único que nos permite elegir.

Por supuesto, es una victoria pírrica lo que se obtiene. Una victoria en la que el vencedor sufre más daño que el vencido, si no fuese porque, para el caso, vencedor y vencidos son, somos, uno mismo, quien, sin embargo,  opta por negarle (¿simbólicamente?) a la muerte que vuelva a celebrar su declarada hegemonía.

¿Y después? Después, una mismo ya no está para atribularse con preguntas carentes de respuestas. Alivia saber, no obstante, que la vida queda en lo que se deja por herencia.


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