No soy yo el que lee por vez
segunda lo que está escrito. Ahora lo sé. Sé lo que voy a leer y acaso leo
para cerciorarme. Las páginas de los libros amarillean, pero no envejecen. Y yo
sí. Yo, que leí atraído por conocer de lo nuevo, de las novedades que debía
haber en los libros, ahora leo para cerciorarme de si cumplí o no con lo que se
me ofrecía. Y veo, leo, que una de las dos veces no supe leer lo que veía,
leía. Las páginas de los libros, no obstante su color de enfermo crónico,
conservan su juvenil amenaza. Con mucho atrevimiento, como corresponde a la
edad que no cumplen, los libros insisten en ofertar sus frescuras, convencidos
de que también sus lectores son nuevos y a la espera. Pero el viejo lector –incluso
por edad es viejo- al presente desconfía del libro que no ha sido reescrito
para esta segunda ocasión. Así lo exigiría si, como entonces, cuando creyó que
aquel libro que leía estaba escrito para él, existiese una absoluta complicidad
entre el escritor y el lector. Que no la hay, nunca la hubo, se dice éste
mostrando su malhumor mientras culpa de todo a la promiscuidad del escritor. Jamás
aceptará que sea él quien interrumpa el concierto al echar la vista atrás.
Contra las comodidades del
releer, las convulsiones provocadas por el olvido.
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