A algunas personas les es
indiferente caer mal,
escribe Renata Adler a las primeras líneas de su sorprendente novela Lancha rápida. E incluso, concluye, hasta lo disfrutan. Aunque con buena
disposición advierta: Casi nadie que yo
conozca.
Me pregunto a cuántos de mis conocidas y conocidos
les puede pasar igual; o sea, que no les
importe caer mal, no gustar, y en lugar de preocuparse por ello, como
supuestamente nos convendría a todos, sienten gran satisfacción sabiéndose poco
o nada apreciadas y apreciados. Y me contesto, a lo mejor con algo de
precipitación, que conozco a más de los que me gustaría, si bien me consuele el
creer que como siguen viniendo a verme con cierta frecuencia; a veces hasta se
interesan por mis cosas y me piden algún consejo que otro, a mí sí que esas
mismas personas quieren caerme bien, o lo intentan.
Menos soliviantado ya por esta más que asumible realidad:
a mucha gente –en la cual me incluyo- la otra gente -también me incluyo- le resulta
indiferente lo que piensen de ella, me ha surgido una nueva y bárbara inquietud.
¿Es, en verdad, factible decidir a quién caerle mal y que luego te resbale?
¿Qué criterios sostienen semejante determinación? Bien mirado ¿no será la indiferencia
la respuesta al fracaso de no haber caído bien? Pero, en este caso, ¿se trata
de la respuesta adecuada?
John Le Carré decía que uno tiene el deber, por propia dignidad, de ver destruidos a sus enemigos.
No sé si caerle mal a alguien es suficiente para considerarlo tu enemigo, pero
tiendo a pensar que no, de modo que la indiferencia me parece un buen estado intermedio,
hasta que la cosa se desmadre. Entretanto, jamás obrar a la ligera. Esperar siempre,
porque es posible que un día te des cuenta, así como por casualidad, de que aún
sigue estando vigente volver a intentar lo de caerle bien a cualquiera. Esto es,
vivir como los espías: eternamente a la expectativa.
-Renata Adler. Lancha Rápida. Sexto piso, 2015
-John Le Carré. Entrevista en El País, 03021991
No hay comentarios:
Publicar un comentario