Junto al internado, pared con pared y
compartiendo desagües, había una casa de putas. En realidad, no era sino un
convento de monjas. De monjas que lo eran y novicias aspirantes. Pero un
convento de monjas como uno de los conventos de monjas de los que suelen hablar
los medievalistas. Conventos donde abundaban las monjas licenciosas. Comprensivas.
Espléndidas en su generosidad de gente humilde. En su inocencia. Eficaces proveedoras
de los alivios que los internos necesitábamos cada vez que la melancolía se
adueñaba de nuestras míseras almas sin pulir. Capaces de dudar de hasta lo más
sagrado. Y no eran pocas las veces, las ocasiones en que la terrible, la
desoladora melancolía, la bilis negra, se metía en uno de los internos que
sumábamos. Bastaba un ligero cambio de clima para que hasta el menos infeliz de
nosotros, ese que apenas si echa de menos a los suyos por más meses sin verlos,
se le viese ausente. Como contando musarañas. Alimentando en su interior
zaherido alguna maldad irremediable. Tal que renegar del internado y de lo que
en él nos enseñaban. Del orden reinante en el universo. De la premiosidad de
una realidad suprema para la cual allí, en el internado, nos preparaban los
Padres.
Entonces era cuando las hermanas –que ni
lo eran entre sí y no con respecto a ninguno de los internos- acudían en
nuestro auxilio. Con tanto fervor, con tan esmerada consideración, que luego de
estar con ellas, a la vera de una de entre ellas, la que escogías guiado por el
tesón del recuerdo apremiante, ninguno
nos íbamos de vacío. Como se suele decir. Como decimos aunque así será que
mintamos. Sin mala intención. A la fuerza. Enmarañados por un querer contar lo
que sólo si se mantiene en silencio, amparado en su secreto, cobra su
existencia. Que a la vista resulta falsa. Y una vez contada, se pierde.
Pues, la verdad, lo que las dulces novicias,
las aspirantes a monjas del convento de monjas emparedado al internado, hacían
en nosotros era vaciarnos. Nos arrebataban la desaconsejable melancolía de un
tirón. Cuando más descuidados estábamos. Cuando ya pensábamos que jamás lo
alcanzaríamos. Que no dábamos más de nosotros mismos en ese vano intento de
librarnos del mal por nuestra cuenta.
Solos. Mercenarios de la
soledad en la cual nos habíamos refugiado. Huyendo, precisamente, con decisión
convicta, de la otra soledad que compartíamos. La presencia repentina, surgida
de la nada, de una de las novicias, aquella que más nos podía apetecer por su
semejanza con algo que traíamos presentido de antes de ingresar en el
internado, coincidiendo con el punto más alto de nuestra desesperación, bastaba
para devolvernos la vida sosegada que, por fin lo comprendíamos aunque poco nos
fuese a durar, no estaba en el mundo, por muy querido, que habíamos fuera y del
cual manaba nuestro furtivo desconsuelo. Sino en el interior oscuro, nocturno, de
aquel internado, estratégicamente situado al lado de una casa de putas, que
habría de ser nuestra vida desde el primer día en que pisamos su suelo frío,
desangelado, llevados de la mano de un Padre, que aun cuando él no lo supiese. Incluso
cuando el Padre aquel afirmaba lo contrario: que lo era, no era, ni por casualidad
el Padre que mamá hubiese querido para nosotros; sus hijos arrebatados.
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