La biblioteca de los anarquistas
Este fue el problema radical:
restablecer la normalización poética. Por supuesto que en la primera posguerra
–hasta los 60 diríamos- la cuestión seguía siendo un arrastre de materiales de
derribo. El primer paso hacia la normalización era la incorporación de los
vencidos.
-preámbulo-
Durante el entierro de
Buenaventura Durruti Domínguez (Barcelona, noviembre de 1936) se vieron pasar hombres
con corbata.
Aviones que
al volar dejaban tras de sí un rastro de humo rojo y humo negro.
A Federica
Montseny que en un momento dado no pudo contener la risa y allí mismo se orinó
de risa.
“Nadie sabe
lo que aguanta un cuerpo” –aseguran que llegó a comentar García Oliver ante el
desacierto de la Montseny. Probablemente García Oliver era el único de los
presentes capaz de seguir leyendo a Baruch de Spinoza, incluso en tiempos de
guerra.
Pero es que
la poesía había quedado rota, deshecha en cuanto lenguaje en sí: la prosa
poética, heredera (o contemporánea) de Ortega y D’Ors, la había triturado: ¿Qué
significaba la “unidad de destino en lo universal”?
-trama-
En la mesita
de noche, junto a la lamparilla desenchufada y el paquete de cigarrillos Gauloise
a medias; un encendedor marca Zippo y el vaso de agua enturbiada, un libro cuyo
título todavía hoy le sigue provocando una vaga desazón: La historia
interminable.
El hallazgo genial del poema en prosa se transformó
(en Ortega por cuestiones de la traducción de la metafísica a la cotidianeidad;
en D’Ors por cuestiones de dar sustancia al esteticismo de lo vital del
uniforme azul) se trasformó, digo, en esa prosa poética que no decía más que su
vaciedad y su hueco.
-resumen-
En la
Biblioteca de los Anarquistas hay un título que invariablemente nunca falta: El
libro que vendrá, y otro que nunca se encuentra: El eco de los pasos.
(en cursiva:
Juan Carlos Rodríguez. La poesía y la sílaba del no (Notas para una
aproximación a la Poética de la Experiencia. En Scriptura nº 10., Facultad de
Letras. Sección de Literatura Española. Lleida 1994)
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