Había una vez un lugar llamado
El edén de los pantalones adonde
acudían los hombres y las mujeres del lugar, y también los forasteros, a
cambiar su viejo pantalón raido por otro nuevo y, además, de moda.

Pero como ya les he dejado
entrever –soy un narrador naturalista a mi pesar- si por algo destacaba El edén de los pantalones, el nombre ya
lo dice, era por sus pantalones.
Qué tenían de especial,
cuesta explicarlo. El corte, la caída del pantalón –primordial-, el ajuste a
las caderas y a la cintura, no eran, en realidad, ninguna cosa del otro mundo.
Tampoco sobresalía por la calidad de sus tejidos, ya fuese el algodón, la pana,
la mezclilla o incluso la seda (tan femenina y tan elegante) y el lino, que
soporta la dificultad añadida de lo mucho y constantemente que se arruga. Los
diseños, por su parte, aunque variados como los productos de una botica, no se
apartaban ni un ápice de lo natural y no rozaban ni el atrevimiento ni el
desafuero, más propio de los modistos franceses. Eran pantalones y con eso había
bastante.
Entonces, ¿qué hacía de El edén de los pantalones eso
precisamente: un edén?
¡Ay! Pues que un día lo
cerraron y ya nos vimos todos con el culo al aire.
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