viernes, 19 de abril de 2013

UNA HISTORIA PARA EL FIN DE SEMANA


Dos que se acuestan juntos acaban volviéndose de la misma opinión.

-Bueno, pues follemos –dijera uno de los dos.

Probablemente ocurre así porque así lo traen pensado de casa. ¿A qué, si no, iban a acostarse juntos, en la misma cama, descuidando cubrirse con las sábanas. Cuidadosos, en cambio, de olvidar coger los pijamas. Indecisos ante quién primero apaga la luz de su mesita: tenue, provocadora: exceso y medida a la vez. Unánimes en la apreciación del relente repentino que los fuerza a aproximarse. O víctimas incruentas del sofoco ambiental que les impide estarse quietos. Cada uno a un extremo de la cama y en medio la tierra de nadie?

No. Vamos, que no. Tantas casualidades, tan provechoso azar –coincidirán en esto conmigo- resulta sospechoso. Y, además, en tanto no hay contrato ni a favor ni en contra de lo que vaya a suceder entre esas cuatro paredes de la habitación, pues normal acabar los dos pensando lo mismo, sobre todo teniendo en cuenta que las circunstancias  no dan para muchos pensamientos originales (precisos de recogimiento, concentración, soledad, autonomía, capacidad de autoabastecerse) y, en consecuencia, nada más sencillo y oportuno que el recurso de servirse de una cogitación ya desarrollada y, por lo mismo, ampliamente contrastada.

Buscando entre mis papeles viejos encuentro, sin embargo, una posible excepción a este común comportamiento.
Andaba, leo con satisfacción el hallazgo, Amparito G., asaz hastiada de escuchar a su marido Gabriel C. quejarse de la vida y repetir como un papagayo cuánto le gustaría estar muerto y alejado -pues era el caso que, como buen poeta en ejercicio, aunque de hierro, Gabriel C. jamás perdía la oportunidad de recurrir al estro de lo redundante-. Y en eso, no se le ocurrió mejor idea a la poeta consorte sino sacarse de la nada un suicidio en pareja: los dos a la veces: apañándosela la una al otro y viceversa.

No me consta la respuesta del vate vasco, mas dizque asintió o se dejó conducir, así  de veras anduviera para entonces a medias finado. Fue doña Amparo (para ocasión tan grave procede el tratamiento) a la cocina, abrió el gas, atrancó ventanas y puertas, escribió una lacónica nota de despedida: nos hemos suicidado, coño, y cuando lo tuvo todo conforme a su proyecto, agarró del brazo a su quejoso esposo, lo llevó hasta la vieja cama de matrimonio, y en ella que se echaron los dos: bocarriba, las manos sobre el vientre,  a esperar a que el gas hiciese su bendito malicioso efecto.

Pero no teman un devenir casuístico y, ni mucho menos se adelanten al mismo. Si esto que les cuento fuera a cerrarse de modo tan luctuoso, tengan por cierto que no se lo estaría contando.

No recordaban los camicaces (tampoco tenían porqué) el tufo que deja el gas ciudad a fuer de mostrarse precavido con los usuarios que cocinan en lugar de procurarse una muerte fácil. La nariz, por su parte, no entiende de grandes motivos, de sublimes proyectos, y a los pocos minutos de abandonarse los dos sobre la cama hecha en la posición de fingidos cadáveres, ya les estaba avisando de que aquella pestilencia, como de huevos cocidos, lo cual no era el caso, resultaba, en verdad, insoportable.

Y Amparo no lo resistió ni un instante más. Descontenta por no haber pensado que algo así podía suceder, corrió como loca a desarmar cuanto había armado con tanto esmero. Luego, cuando ya la casa respiraba normalidad y nada–ni peste alguna ni silbido como amenaza de serpiente que sale de la espita abierta del gas- presagiaba el fatídico desenlace esperdo, volvió de nuevo a la cama y despertó a Gabriel, pues ya que no muerto, al menos parecía ausente.
Todavía aturdido, a medias regresado entre los vivos que tan poco parecían gustarle, Gabriel quiso, lo primero, saber dónde estaba.

--¿Dónde estoy?

Y enseguida, qué había pasado.

-¿Qué ha pasado?

Pero Amparo ni abrió la boca para contestarle debidamente. Se limitó a echarse a su lado, como ya lo hiciera antes de que todo comenzara, cogerle una mano y, con la otra, libre, cariñosa, acariciarle la frente, perlada por el sudor del miedo.

De lo que a continuación sucediera, si hubo suceso y no cauteloso olvido, no nos queda constancia ninguna. Pero, si ello les place, si, con todo, le gustan los finales ciertos, pueden retornarse al adagio con que encabezamos.

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