Dos
que se acuestan juntos acaban volviéndose de la misma opinión.
-Bueno, pues follemos –dijera uno de los
dos.
Probablemente
ocurre así porque así lo traen pensado de casa. ¿A qué, si no, iban a acostarse
juntos, en la misma cama, descuidando cubrirse con las sábanas. Cuidadosos, en
cambio, de olvidar coger los pijamas. Indecisos ante quién primero apaga la luz
de su mesita: tenue, provocadora: exceso y medida a la vez. Unánimes en la
apreciación del relente repentino que los fuerza a aproximarse. O víctimas
incruentas del sofoco ambiental que les impide estarse quietos. Cada uno a un
extremo de la cama y en medio la tierra de nadie?
No.
Vamos, que no. Tantas casualidades, tan provechoso azar –coincidirán en esto
conmigo- resulta sospechoso. Y, además, en tanto no hay contrato ni a favor ni
en contra de lo que vaya a suceder entre esas cuatro paredes de la habitación,
pues normal acabar los dos pensando lo mismo, sobre todo teniendo en cuenta que
las circunstancias no dan para muchos
pensamientos originales (precisos de recogimiento, concentración, soledad,
autonomía, capacidad de autoabastecerse) y, en consecuencia, nada más sencillo
y oportuno que el recurso de servirse de una cogitación ya desarrollada y, por
lo mismo, ampliamente contrastada.
Buscando
entre mis papeles viejos encuentro, sin embargo, una posible excepción a este
común comportamiento.
Andaba,
leo con satisfacción el hallazgo, Amparito G., asaz hastiada de escuchar a su
marido Gabriel C. quejarse de la vida y repetir como un papagayo cuánto le
gustaría estar muerto y alejado -pues era el caso que, como buen poeta en
ejercicio, aunque de hierro, Gabriel C. jamás perdía la oportunidad de recurrir
al estro de lo redundante-. Y en eso, no se le ocurrió mejor idea a la poeta
consorte sino sacarse de la nada un suicidio en pareja: los dos a la veces:
apañándosela la una al otro y viceversa.
No
me consta la respuesta del vate vasco, mas dizque asintió o se dejó conducir,
así de veras anduviera para entonces a
medias finado. Fue doña Amparo (para ocasión tan grave procede el tratamiento)
a la cocina, abrió el gas, atrancó ventanas y puertas, escribió una lacónica
nota de despedida: nos hemos suicidado,
coño, y cuando lo tuvo todo conforme a su proyecto, agarró del brazo a su
quejoso esposo, lo llevó hasta la vieja cama de matrimonio, y en ella que se
echaron los dos: bocarriba, las manos sobre el vientre, a esperar a que el gas hiciese su bendito
malicioso efecto.
Pero
no teman un devenir casuístico y, ni mucho menos se adelanten al mismo. Si esto
que les cuento fuera a cerrarse de modo tan luctuoso, tengan por cierto que no
se lo estaría contando.
No
recordaban los camicaces (tampoco tenían porqué) el tufo que deja el gas ciudad
a fuer de mostrarse precavido con los usuarios que cocinan en lugar de
procurarse una muerte fácil. La nariz, por su parte, no entiende de grandes
motivos, de sublimes proyectos, y a los pocos minutos de abandonarse los dos
sobre la cama hecha en la posición de fingidos cadáveres, ya les estaba
avisando de que aquella pestilencia, como de huevos cocidos, lo cual no era el
caso, resultaba, en verdad, insoportable.
Y
Amparo no lo resistió ni un instante más. Descontenta por no haber pensado que
algo así podía suceder, corrió como loca a desarmar cuanto había armado con
tanto esmero. Luego, cuando ya la casa respiraba normalidad y nada–ni peste
alguna ni silbido como amenaza de serpiente que sale de la espita abierta del
gas- presagiaba el fatídico desenlace esperdo, volvió de nuevo a la cama y
despertó a Gabriel, pues ya que no muerto, al menos parecía ausente.
Todavía
aturdido, a medias regresado entre los vivos que tan poco parecían gustarle,
Gabriel quiso, lo primero, saber dónde estaba.
--¿Dónde estoy?
Y
enseguida, qué había pasado.
-¿Qué ha pasado?
Pero
Amparo ni abrió la boca para contestarle debidamente. Se limitó a echarse a su
lado, como ya lo hiciera antes de que todo comenzara, cogerle una mano y, con
la otra, libre, cariñosa, acariciarle la frente, perlada por el sudor del
miedo.
De
lo que a continuación sucediera, si hubo suceso y no cauteloso olvido, no nos
queda constancia ninguna. Pero, si ello les place, si, con todo, le gustan los
finales ciertos, pueden retornarse al adagio con que encabezamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario