domingo, 28 de abril de 2013

TRANSPARENTES



Walter Benjamin nos lo dejó dicho: vivir en una casa de cristal es la virtud revolucionaria "par excellence." También Theodore Roszak: Ser una figura pública en la contracultura significa tener muy poca cosa privada. Y hasta el viejo Georg Simmel adivinaba que en la ciudad moderna se desvanecerían poco a poco los secretos, lo cual redundaría a favor de la claridad democrática. La fe de los teóricos es grande, pero, que se sepa, no llega a mover montañas. Pese a tan decididas voluntades trabajando a favor de la transparencia, el siglo XX vio la mayor producción de secretos que se haya podido dar a lo largo de la Historia. Desde la aparición del yo subterráneo, en lo individual, pasando, en lo social, por el Lager, el Gulag o la Guerra Fría, hasta la misma Internet y su engañosa visibilidad expandida.
Con todo, la transparencia vuelve a estar de moda, y se habla con profusión de opiniones sobre la conveniencia de oficializarla. Pronto –pero según interese- tendremos una Ley de la Transparencia para la cosa pública, pues, al parecer, lo público es como el cuerpo: una promesa bajo las sutiles veladuras del ropaje. ¿No suena a perisología decir ‘lo público transparente? Como el ‘fútbol es fútbol’ de Vujadin Boskov, ¿no sería más sencillo formular: ‘lo público es público? Entonces, ¿qué sentido tiene hacer una Ley de la Transparencia?
El sentido común se basta y sobra para indicarle al cuerpo hasta dónde, en dónde y cuándo mostrarse. Con ello inventó el juego de la seducción, cuyas reglas exigen siempre ir de menos a más. Por tanto, la seducción no trata de limitar los desvelamientos, sino retardarlos, volverlos oportunos, en tanto el final está ampliamente anunciado. Tan desnudos se quedan, que hasta callan, escribió, no obstante, el poeta metomentodo.
Lo público, por el contrario, es –debiera ser- el comienzo. Lo que está a la luz del día. Lo que no necesita luz para ver claro (Pablo Picasso). Aquello innecesitado del truco y de la trampa consecuentes a cualquier reglamentación. De modo que la esperada Ley de la Transparencia no puede ser sino eso: ir de más a menos; ponerle cortinas al espacio abierto; hacer sombras; establecer intersticios por donde entrarle al escondite. En definitiva, convertir lo público en una gestión que se realiza a buen recaudo, a salvo de cualquier intromisión. O sea, en privado.
Se pretende que las instituciones sean transparentes. Bien está. Pero nada nos asegura –sino al revés- que, llegado el momento de ‘enseñar’ lo verdaderamente importante, en lugar de la L.T. se aplique al caso la Ley de Secretos Oficiales. Se expondrán las sospechas sobre las presuntas responsabilidades de un personaje instituido, mas tocando fondo, enseguida se advierte que, de seguir por ahí, sería vulnerar el derecho a la intimidad, bajo el amparo de una Ley Orgánica.
Un roto tapa un descosido, afirma la paremia. La legislitis que padecemos (en algo han de entretener el rato Sus Señorías), por paradójico que resulte, no desbroza el camino, lo entorpece. No atrae claridad, ciega. La igualdad ante la ley es un buen slogan electoral, pero, tan peligroso, que ya se encarga la ley de dictar las oportunas leyes donde se determinen los distingos. No entre los delitos. Sí entre los individuos que los cometen.

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