La curiosidad –recoge
Aurora Fernández Polanco en Ver a distancia (Lecturas para un espectador
inquieto. CA2M. 2012) hubo un tiempo durante el cual estuvo muy mal
considerada. Tanto Agustín de Hipona, Pascal como Heidegger –insiste A.F.P.- se
expresaron contra ‘los curiosos’ por su debilidad
de carácter y sus muchas propensiones
morales inconvenientes. La filosofía distingue claramente entre el
conocimiento y la curiosidad. Grosso modo, el conocimiento vendría limitado por
el donoso conocerse a uno mismo y la curiosidad por un querer saber de los
otros más incluso de lo que ellos saben, lo que, en efecto, resulta del todo
una inconveniencia, un despropósito que a ti te condena a padecer del mal de la
envidia y en los otros provoca una sensación de desamparo tan acuciante, tan
desasosegante, que a partir de entonces los forzará a defenderse de ti con uña
y dientes, con la fuerza y brutalidad de una fiera acorralada.
A lo mejor
nunca nos hemos preguntado (¿sería conocimiento o vana curiosidad?) por el
significado político de ese ‘conócete a ti mismo’ (nosce te ipsum) que, de algún modo, inauguraba la filosofía. O a lo
mejor sí, pero nada más por concluir que ahí está el límite del conocimiento y
un poco más allá, la cicuta que le dieron a beber a Sócrates, padre inmaculado
del asunto. La curiosidad, en tanto continuación, sobrepasar las lindes
marcadas, mató al gato. Tanto como, por lo mismo, se acaba alabando, mitificando
hasta la santidad, la imagen del viejo sabio (nuevo signum harpocraticum) que, conociéndose, se aborrece pellejudo y ya
se conforma con no hacer nada, con vivir
como un noble arruinado entre las ruinas de su propia inteligencia, en el
verso magnífico (por su crueldad y su cinismo) de Gil de Biedma. La significación
política es, dada su obviedad, una insolencia (González Haba). Enciérrate en
ti. No hagas nada que pueda alterar el natural orden de las cosas. Acuérdate de
Eva. Jamás pretendas el libre acceso a la raíz del Conocimiento. Quien habla sólo espera hablar a dios un día,
escribió el bueno de Antonio Machado en privilegio exclusivo de ‘la espera’.
Bien está el suponer (sólo suponerlo)
que el ‘divino conocimiento propio’ (dios no se va a parar a hablar con un
cualquiera) algún día nos responderá al fin con el algo que somos. Ese día, o
nos preguntamos de nuevo para qué lo somos (que ya no somos algo, sino para algo, Juan Larrea) o sencillamente,
acabamos todos como aquel viejo sabio (en cualquier caso: viejos) de hace unas
líneas al que nada le pone, ni la carne ni el pescado. Pero entonces veremos
que el conocimiento ya no nos sirve en su afán espeleológico de seguir
metiéndonos en nosotros mismos, y habrá que echar a curiosear, a meterse y a contar
en la vida de los otros si así es la única manera de seguir vivos: en el
recuerdo.
Al fin y al cabo,
y aunque me duela reconocerlo, algo de razón no le faltó a Carlitos Marx",
el provecto Karl Marx, al decirnos, como advirtiéndonos, eso de: los filósofos (los amigos del conocimiento,
los otros novios de la muerte) sólo han interpretado
el mundo de varias maneras. El punto, sin embargo, es cambiarlo. Les insisto,
razón tenía.
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