Recuerdo
a mi padre como un hombre grande. Grande y tronante. En cualquier caso, más
grande que yo, incluso cuando también yo, como él, me convertí en un hombre y
le superé en altura. Medía yo quince centímetros por encima suyo, y aún tenía
tiempo de alargarme otro poco. Pero entonces, mi padre, que venía siendo de tan
delgado una lástima, se puso a engordar. Y comparando volúmenes, de eso iba en
realidad, él continuó siendo más voluminoso que yo. Siempre ocupaba más sitio
que yo.
Sobre
todo, porque aprendió a sentarse y a quedarse quieto sentado mientras yo no
dejaba de agitar a su alrededor, animado en quitarle ese sitio que, por lógica,
ya me correspondía a mí y no a él. Que fue inútil, sobra comentarlo. Que llegué
a odiarlo por ello, me parece está de más repetirlo.
Luego, se
murió, y yo lo miraba (morirse) desde los pies de su cama de enfermo fiel.
Supongo que ese debió ser un buen momento para perdonarlo todo. Sin embargo, no
lo hice. Al contrario. Lo odié más que nunca. Y creo que por una vez con razón.
Esa manera suya de dejarme en su lugar, era, en realidad, que me abandonaba.
No hay comentarios:
Publicar un comentario