lunes, 30 de enero de 2012

¡Qué no te quieres enterar!

Umberto Eco hablaba de cómo el fascismo había dejado de ser, simplemente, un movimiento político concreto para convertirse en lo que ya era: una actitud que preñaba la política en determinados momentos y siempre. Lo llamo Ur fascismo, el fascismo de los orígenes y el fascismo eterno.

Wilhelm Reich desvelaba la psicología fascista y le sugería al pequeño hombrecito que la escuchara subir desde su interior más profundo. Cosa que, por supuesto, el pequeño hombrecito no hace por temor a que ese facistilla okupa asome de una vez por todas y le gane la casa común. De modo que se convierte, acaso sin saberlo, en el gran represor de sí mismo, o si lo prefieren, en el ur-fascista de la razón dominadora.

Freud, refiriéndose a aquel que sueña con matar (p.e.), sentenció (por algo era Freud) que el hombre bueno se contenta con soñar lo que el hombre malo, en cambio, es capaz de llevar a cabo.

Lo curioso de todo esto es que en las condiciones de vernos obligados a realizar aquello que no nos acaba de gustar, echamos mano de ese homúnculo interno, de ese malo, de ese fascista que guardamos y así es como terminamos haciendo lo que no queríamos hacer, o sí.

Pero de ello sólo nos damos cuenta porque sucede en el otro. Es el otro el que enloquece mientras nosotros seguimos cuerdos. El que está bebido, drogado, fuera de sí, jamás es uno mismo, lo es quien te lleva la contraria; quien te ofrece su opinión en lugar de su conformidad.

Me ocurrió anteayer. Visitaba un centro liberado donde hablaban de cárcel igual a tortura y se me ocurrió, aun estando de acuerdo con esa proposición inicial, que, no obstante, algo callado la viciaba. En contra de mi pasividad natural, y como andaba algo extrañado por la ingesta de agradables espiritosos, lo dije así para que me oyeran, apelando a argumentos que, ¡claro!, no poco le debían a esos tragos y trasgos capaces de distorsionar ‘las maneras’. Cansados de mi voz, pues no voy a dudar de su probidad intelectual ni a tomarme a mí mismo tan en serio, a tal evidencia recurrieron por mor de callarme.

Y me callé y me fui. Eran más y contaban con la razón, estable en la suma y capaz de crear un estado de conciencia fuera del cual no existe posibilidad alguna. Sólo a un poeta (Paul Eluard) se le ocurre decir: Hay otros mundos, pero están en éste. Mentira. Reunidos los hombrecillos, no existe más mundo que su mundo; otra conciencia que la suya. Para eso se reúnen.

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