jueves, 30 de mayo de 2013

COSAS QUE SE ME OCURREN ALREDEDOR DE LAS METÁFORAS




Las metáforas abren la comprensión y por ello que haya lugares donde se las conozcan y se las llame llaves del entendimiento. Mas las llaves tanto abren como cierran; descubren y destapan como encapotan y restañan llegado el caso, y en consecuencia, en otros lugares, quizá en regiones arcaicas donde la tradición perdura en toda su viveza antigua, se las tiene por las fieras guardianas del secreto: sibilas irreductibles.

Confía tu secreto a una metáfora –advierten allí los lugareños- y tú échale migas al olvido, duerme como un bendito la blanca placidez de tu desmemoria. No obstante, sucede en ocasiones que la práctica de esta recomendación absoluta trae consigo funestas consecuencias, pues con mayor frecuencia de la debida, la confianza en la ceguera interior de la metáfora acaba sepultando su original encargo bajo un manto de preciosos significantes, tras lo cual, y sin poder uno obrar para impedirlo, acaban mirándose a sí mismas verdades concretas y exactas como conceptos, mientras el mundo real o la cosa otra  que con celo tan desmedido escondían, retornan ilusiones, esperanzas sin cuerpo ni alma, pura chafalonía fundida en la feria terrenal de las vanidades.

El particular y privado universo de las metáforas –en realidad cada una de ellas se quiere sin dudarlo uno de aquellos- está regido por una estricta taxonomía capaz de mantener ordenadas las metáforas en razón de su preciosismo y rigurosidad, pese al decidido tenor personal que tales reservas ofrecen. En la parte más baja de la tabla, rozando el lastimoso suelo, se arrastran las metáforas de los poetas, culpables, casi por norma, de no mantener sus promesas hechas al calor de la desmesura. En lo más alto, casi rozando el alto cielo, nadan (sic) las llamadas metáforas de honor, osadas hasta prometerlo todo, como ya cabe todo en "el cuerpo de cristo" o en el "apártate, cuate, que ya nos viene la madrecita revolución" con que los católicos se rasgan la voz para rehuir cualquier atisbo de canibalismo y los atrabiliarios villistas de antaño y los zapatistas de ahora mismo arrastran a un público de natural calmoso y apocado que crece en el interior de las cantinas.

De las metáforas de los poetas, o metáforas poéticas, está dicho cuanto se puede decir, y entre ello sobra tanto como tanto de lo restante les basta y le sobra, pues es el caso que el entendimiento de cualquiera de ellas se realiza mediante la sustitución. Esto es, cada quien enfrentado a una metáfora poética la permuta por otra semejante y propia. Sin contenerse por el desacierto, haciendo caso omiso de las veracidades que puedan encerrar aquella y ésta. Tanto da, supone un poeta cuyo primer gusto es el mar, que sus pechos sean blancas gaviotas en la orilla de una playa abandonada, como, para otro enamorado de los oasis del interior seco, gacelas recortadas sobre un paisaje de doradas palmeras.

En cambio, de las metáforas de honor ¿qué sabemos? ¿Sabemos algo? ¿Lo que sabemos, poco o mucho, podemos decirlo en alta voz sin delatarnos?

Comprometer el honor significa comprometer lo más grande de uno mismo. Ahora bien, como en ningún momento decimos qué parte [parte concreta] de nosotros mismos comprometemos, si la cabeza, una mano o una pierna, el patrimonio familiar, la felicidad futura, raramente las metáforas de honor pasan de ser una apuesta que, llegado el caso, casi nadie se atreve a cobrar, a sabiendas de que con ello también perderían su honor al instante.

Se observa en el ajedrez, juego honroso donde los haya. Por ejemplo, en el hecho de que las camisetas de los peones no luzcan publicidad alguna, ni siquiera la de una causa noble y justa y por la cual en lugar de cobrar se paga. En que las torres no icen banderas del club correspondiente. En que los espectadores, además de la distancia, guarden un respetuoso silencio mientras dura la partida. En que la reina, pese a su íntimo deseo, no luzca lujo alguno y que los alfiles, a más de guardaespaldas –caballeros de entrega probada- de Su Señora, semejen reducidos bufones de una corte decadente. Pero, sobre todo, puede verse en el ajedrez como metáfora del honor en juego, la noble distinción de los contendientes cuando, al final, llegado el apesadumbrado momento del jaque mate, el rey victorioso no obliga al rey vencido a abandonar el tablero donde los dos eternizan sus cruzadas miradas.

Como si la cosa, en realidad, no fuese con ellos. Como si entre ellos reinase una profunda amistad que los hermana contra el falso destino de la frágil condición humana que, mientras tanto, ha estado perdiendo el tiempo en  vanas trifulcas que al cielo no complacen.
(no sé a qué viene, pero me gusta)

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