Tenía pensado
no alegrarme si, finalmente, imputaban a la Infantita. Y menos todavía me iba a
sentir más feliz de acabar condenándola por mala. Lo uno me parece de un pésimo
gusto y el hacer depender la propia felicidad del daño ajeno, de míseros y de
canallas. Una vez, en las memorias de Mishia Sert, leí de un juez parisino,
Cére de la Rivière se llamaba, quien, según la autora: puntualmente absolvía a todo el mundo. Este hombre encantador
había escogido seguramente su profesión para satisfacer su inclinación natural
a la indulgencia y su adversión al castigo. De inmediato ese buen juez se
convirtió en uno de mis héroes. Vale,
usted ha cometido un crimen, pero yo le perdono. Puede irse con dios. Sé
que quizá peque de ingenuo, pero a esa sentencia absolutoria la encuentro más
cruel que el hecho de meter a alguien en chirona para el resto de sus días.
¿Cómo puede vivir un hombre perverso sabiéndose perdonado? En adelante le
acompañara la desasosegante sensación de ser un fracasado, extremo que la perversidad
ni calcula. Si te meten en la cárcel por algo que has hecho voluntariamente,
hasta puedes verlo como la debida recompensa, teniendo en cuenta que la perversión
empieza alterando los significados de bien y mal. En cambio, que te perdonen es
como decirte que no le importas a nadie, hagas lo que hagas o dejes de hacer. Así
pues, la princesa Cristina, diga ahora lo que diga, no puede estar satisfecha,
¿qué tendrá la princesa?
Y aún hay más, porque aquí lo que
está en juego, visto lo visto, y al menos a ras de suelo, no es tanto la
honestidad de la niña, nobleza obliga, sino su inteligencia.
-Mira, Cristinita, lo que te traigo –grita Iñaki mientras le hace
entrega de un saco de euros. Quinientos mil, euro más o euro menos.
-¡Anda que
bien! ¿Y de dónde los has sacado? –dice Cristinita visiblemente
entusiasmada.
-Pues nada, que estaba tomando un café con Diego y se me ocurrió echar
una moneda que tenía suelta a la máquina y me ha tocado el premio gordo–le responde
Iñaki haciendo resonar el saco.
-Si es que has nacido con una flor en el culo –le habría contestado
Cristinita de ser una pareja del Poble Nou y no de Pedralbes.
Pero para el caso es igual. Le da
un beso como recompensa y corre a guardar el dinero. Ni por un momento se le
ocurre pensar que allí pueda haber gato encerrado.
-Es usted tonta –a lo mejor le preguntaba
el juez Castro de haberlo dejado , pero sólo por aquello de limitar
responsabilidades.
-Sí, sí, tonta que soy –le respondería la Infanta, que no lo es pero se lo
hace: la inocente.
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