miércoles, 11 de abril de 2012

Un cuento (para Juanjo, librero)

Augusto Monterroso –lo cuenta él mismo- salió de su casa en Montevideo –donde al parecer nunca vivió- con la pretensión de regalar quinientos libros a quien quisiera buenamente quedárselos. Vagó durante toda la jornada y, resumiendo (pues Augusto Monterroso escribía unos relatos tan breves que sus finales parecen precipitarse), ya de vuelta a la casa, se encontró con que los libros, los quinientos libros, todavía seguían allí.

Tuve la ocasión de conocer a Augusto Monterroso en la presentación del número cero de una revista del exilio uruguayo -mucho más liviano que el argentino como es natural. Me lo presentó el poeta experimental de allí, Clemente Padín.

--Augusto, quiero que conozcas a un cuentista de acá –el acto se celebraba en el ligero, casi una maqueta, Museo José Guerrero de Granada, y aún más empequeñecido por estar situado a la sombra de la impresionante mole que es la capital granadina. Le dio mi nombre y raudo nos dejó solos, Clemente, pretextando un compromiso ineludible que lo obligaba a salir del Museo por un tiempito, se expresó.

No creo en la veracidad de cuanto le pueda contar un cuentista a otro a quien ocasionalmente acaba de conocer y con quien, con seguridad, no volverá a tener relación alguna fuera de los libros. Pero quizá por esto, porque en la vida nunca jamás volveríamos a coincidir en el mismo lugar y a la misma hora, di por hecho que Augusto Monterroso tampoco tendría ningún reparo en mostrarse abierto y sincero conmigo, como según Chesterton –quiero recordar que era Chesterton- se da en los largo viajes en tren, que uno se siente capaz de confesarse ante cualquiera que tenga al lado amparándose en la confianza de no volverse a ver, por más que, uno y otro, sigan viajando a lo largo y ancho del mundo, pero si visto por un inglés el mundo se reduce a su isla, imagínense ustedes, que viajan incluso entre dos continentes, pensé.

Así que me atreví. Con esa premisa, osé preguntarle a Augusto Monterroso, pero después de ofrecerle una de la copas de vino fino que acababa de levantarle a uno de los camareros que no cesaban de transitar entre los asistentes al acto, más en el papel de revisor de tren que de camarero propiamente.

--Verá usted, don Augusto –hice una pausa por si se daba que Augusto Monterroso quisiera, por su parte, interrumpir para solicitarme que nos tuteásemos, cosa que no ocurrió, y enseguida continué, algo mosca por ese detalle, la verdad.- Hace tiempo que ando preocupado por saber si la anécdota de los quinientos libros que usted –insistía en el tratamiento- estaba dispuesto a regalar con desusada generosidad, es algo que de verdad le pasó o, en su contrario, se trata, nada más, de una de sus ficciones cargadas de fina ironía.

--¿Está interesado? –me interrogó, a su vez, Augusto Monterroso, y en ese momento comprendí que me había metido en un berenjenal de difícil sorteo.

¿Qué quería saber Augusto Monterroso y era sobre ello que me asediaba? ¿Si estaba interesado en coger para mí esos quinientos libros o si me interesaba inmiscuirme en su vida de forma tan poco velada?

Por suerte, ya volvía de su desaparición forzada el siempre sorprendente Clemente Padín y su presencia logró rebajar la tensión reinante entre los dos.

--¿Qué? ¿Congenian? –fueron sus salvíficas palabras mientras nos tomaba amigablemente por los hombros y nos conducía hacia la mesa en que acababan de reponer las bebidas.

--Tú sí que cuentas breve –creo que le escuché decir a Augusto Monterroso antes de que Clemente Padín nos hiciera brindar por un encuentro tan prometedor.

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