sábado, 14 de abril de 2012

Un cuento chino

[ Ella es él en esta historia. - Y Él le responde siendo ella. - Componen sus siluetas el Angelus de Millet. - La cámara se va acercando como si curioseara. - La escena se ilumina hasta cegar. - Suena, en off, un imperativo ¡Corten! - Él levanta la cabeza y se suelta las manos. - Ella arroja el sombrero al suelo con vehemencia. - Se miran de frente, fuera ya de cámara. - Ella adusta. - Él esquivo.]

Él. –Fue cosa del chino. Sí…El chino del supermercado, ya sabes …

Ella. -¿Tú me tomas por tonto o qué? ¿EL chino? Ni que el chino fuera por la vida deshaciendo matrimonios. Lo que pasa es que tú eres una…

Él. -Oye, eso que me ibas a llamar, ni se te ocurra pensarlo. No me creas si no quieres, pero es la pura verdad. Me encontré con el chino a la salida del metro. Llovía. Llovía a mares, y el chino bueno me reconoció, y como le acababa de comprar un paraguas a un compatriota suyo enseguida se ofreció a acompañarme.

Ella. –Y tú, tan condescendiente como una princesita rusa, le seguiste la corriente. Vale, y yo que me lo creo.

Él. –Pues sí. Fue tal y como tú mismo lo cuentas.

Ella. –No, si ahora va a resultar que el embustero soy yo.

Él. –Si es que no me dejar terminar. El chino me cobijó bajo el paraguas y fuimos andando juntos hasta la tienda.

Ella. –Y te metiste en la tienda con él.

Él. –Pues claro. ¿Qué menos querías que hiciese? Tenía que comprar el pan. Y patatas. Y tu dichosa botellita de vino.

Ella. –Culpable. De nuevo soy yo el culpable.

Él. –Que no, coño. Te lo repito una vez más: la culpa la tiene el chino.

Ella. –Ya me dirás tú por qué.

Él. –Porque me dijo que llevaba la ropa mojada y que pasara a la trastienda, donde tenía una toalla y me podría secar.

Ella. –Y tú, como una tonta, vas y te metes en la boca del lobo.

El. –Estaba empapada, ¿qué otra cosa podía hacer?

Ella. –Nada. Dejarte llevar y quedarte en pelotas delante del chino… que ni miraba, claro.

Él. –Otra vez. Yo entré a la trastienda y el chino, ni corto ni perezoso, se vino detrás de mí. Me secaba el pelo con la toalla. Tenía los ojos velados cuando, de pronto, noté que alguien me estaba desabrochando la blusa.

Ella. –Y entonces ni se te ocurrió arrearle una hostia, vamos.

El. –Pero…si sólo intentaba ayudarme.

Ella. –No me digas. Te desabrochó la blusa. Y luego te quitó el sujetador. Te abrió la cremallera de la falda, que se cayó al suelo de lo mojada que estaba y por lo mucho que pesa la ropa mojada. Y te bajó las bragas. Y te metió mano. Y… Y yo que sé …

Él. –Bueno, no todo fue tan deprisa. Yo le dije que se estuviera quieto, pero claro, el pobre hombre apenas si me entendía. A los chinos les cuesta mucho enterarse. En cambio las chinitas, si que aprenden rápido. ¿No? Porque eso fue lo que tú me contaste, que le estabas enseñando el castellano a la mujer del chino.

Ella. –Ahora no estamos hablando de eso, ni mucho menos.

El. –Pues me da igual de lo que estemos hablando. Por supuesto, lo tuyo era altruismo y lo mío ponerte los cuernos. Pero si te pille metiéndole la lengua entre los dientes.

Ella. –Eso era por el método…

Él. –Qué método ni qué ocho cuartos. Que te la estabas tirando ¿O le enseñabas anatomía en vivo y en directo?

Ella. –Exactamente. La mujer tenía hora con el médico y no sabía cómo explicarle dónde era que le dolía.

Él. –Y le dolía precisamente ahí donde tu tenías las manos puestas. Como si las tetas de la china fueran dos croisanes o algo así.

[voz en off: Rodamos. Ella y él recomponen la imagen del Angelus. voz: ¡Acción! Se oye el sonido de la claqueta.

Ella y él. –Perdónanos, Señor, porque no supimos lo que hacíamos.

Voz masculina en off: El ángel del Señor anunció a María. Voces femeninas del coro: Que concibió por obra y gracia del Espíritu Santo. Suena, esplendoroso, el brindis de La traviata.]

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