martes, 24 de abril de 2012

La oración de Juan Fernández

No pienso en el alma. Tan mezquina. Tan cobarde como para abandonarte a la primera auténtica contrariedad que se te presenta.

Si me dijeran que el alma muere contigo –conmigo-, pondría en el alma alguna confianza, y como el héroe de uno de esos filmes desastrosos, a lo mejor le pedía, le rogaba y, por último –con cara yo de niño y ella de madre asustada-, la obligaba a marcharse, la echaba de mi lado mientras ahí me quedaba yo –pura espina- resistiendo las acometidas de la muerte. Entonces, en su tristeza, en su morosidad al retirarse, encontraría algo de bondad en la obra de dios, escondido tras el objetivo de la cámara.

Pero no. Nada más la muerte pronuncia la última sílaba de tu nombre –incluso antes, mientras orinas el miedo, como cada mañana al salir de casa-, dios recoge lo que es suyo, te lo arrebata, con el alma eternamente complacida. Mas aún sobra tiempo para una postrer mirada. La de los ojos muertos de aquel que muere porque le corresponde, que ven extenderse la nada, como el agua de un mar entristecido, entre ti y el culo sonriente de tu alma.

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