martes, 4 de febrero de 2014

...NALISMOS (single)



Los vinos de España, ¿son sintagmas larvados de la desunión nacional? Recuérdese: los anarquistas patrios, individualistas y/o internacionalistas sin parangón, detestaban vinos y licores por tenerlos así el opio del pueblo, a pachas con la religión –donde el vino tinto es la sangre de cristo y el blanco las lágrimas derramadas de María, su madre-, hasta que, como previera el poeta Roque Dalton, ya fuese el opio el opio del pueblo. Tanto como que franco, a imitación de la Alemania hitleriana entonces tan a la page, pretendiera unificar España a través de la cerveza. Ordenó, consta, que en todas las provincias se levantara una fábrica de ese bebida rubia, aria sin duda, cuya espuma blanca simbolizaría la paz de franco, su paz. Mas, como es sabido que el gallego no meaba bien, pronto se descuidó del proyecto y surgieron decenas de marcas de cerveza que continuaron dividiendo a la población restante; la provincializó hasta la resurrección imperialista de la Mahou cinco estrellas, aunque esto ocurriera a la postre, en años de la Gloriosa Transición, curiosamente.
Rioja, Albariño, Priorato, Montilla, Penedés, Toro, Cariñena, Rueda, Valdeorras, Jumilla, Chacolí, Jerez, Ribera, Manzanilla, Moriles, Ribeiro, Valdepeñas... la denominación de origen (un eufemismo) prevalece sobre la mismidad del vino, imposibilitando, a todas luces: las que se pierden bebiendo, la creación imaginaria del Vino ibérico como sustrato simbólico de la realidad nacional.
Decantarse por un Rioja no supone, ¡claro!, ser de Logroño o de Calahorra; como beber Albariño no apaisana con el señor Rajoy ni por darle a la fresca Manzanilla se llega a saber bailar las sevillanas, o por gustar del Penedés, hacerlo igualmente de la botifarra an mongetes. El señor no lo quiera. Yo mismo, que soy granaíno tout court, aborrezco del Malafollá y elijo, siempre que me da el peculio (y si no: hago un esfuerzo), un Ramón Bilbao (homenaje a mi amiga Es-ther), ya lo acompañe con morcilla de Ronda o, por navidad es nuestra costumbre, con botifarra cocida al cava y luego pasada por la sartén previamente refregada con un buen aceite jienense. El maridaje lo hace el estómago, que no conoce patrias ni regiones ni pamplinas por el estilo. Sin embargo, es la verdad más grande que la tierra tira más que los bueyes, al menos –y aunque sueno grosero y algo machista, me excuso- si no hay unas buenas tetas cerca. Y poco a poco, como lo diría Vicente Huidobro, pronto uno se acostumbra y hasta siente cierta ebriedad... a causa del Rioja, el Albariño y hasta por el muy lejano y pérfido Gin de Albión.
A este punto es cuando uno advierte que no es igual. Que no es la misma borrachera la de Cariñena, de Pitarra (Momingo), Montilla o, a vueltas, con la de Rioja. Pero no por el color del cristal con que se mira, sino por vaciar el cristal con buen criterio. Lo cual sí que provoca un sentimiento a favor de la independencia de ese estado recién cobrado. Según de qué venga uno a encontrarse lo feliz que así se encuentra, estaría uno dispuesto a votar lo que sea. Luego, es verdad, llegan las resacas, que tampoco son iguales. Pero esto ya depende del hecho de haber votado y no por haber bebido. Que el vino, ¡vive dios!, no tiene culpa de nada. Como el tomate tampoco la tiene de que, estando tranquilo en la mata, llegue un hijo de puta y lo meta en una lata y lo mande pa Caracas.

Si no me creen, harán bien, pero por si acaso, lean antes el prólogo de Carlos Barral a La leyenda del Santo bebedor de Joseph Roth. Una gozada embotellada por Anagrama.

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