domingo, 2 de febrero de 2014

LAS RESACAS



Decía Michel Foucalt que los males de esta tierra nos caen encima como rebaja de aquellos muy peores que nos esperan en la otra vida una vez se celebre ese gran Juicio final donde todos nos veremos las caras. Sin duda, el Ministro de Justicia celestial debe ser un viejo juez español a quien le alcanzó la muerte de forma accidental, visto lo que se demora ese esperado momento, cuando un ujier casposo anuncie la Audiencia pública que los muertos en prisión preventiva (algo así como el purgatorio) recibirán como agua de mayo, dada la facilidad con que los humanos tendemos a considerarnos inocentes de cualquier cargo. Igualmente, que otros, gozando entretanto de libertad condicional (en el limbo) teman el maldito juicio como a una vara verde, pues recelan si no saldrán a la luz pruebas contra ellos que, no obstante, en vida lograron  esconder. Sea como sea, la Causa sigue abierta, y por muchas triquiñuelas legales que sepamos introducir en su instrucción, el Juicio final tiene su final (valga el pleonasmo) anunciado.

Lo que me sorprende y me obliga a dudar, es la falta de confianza –esto es: de fe- que muestran en ello los representantes del Cielo en la Tierra en su afán de adelantar el acontecimiento con leyes que aquí mismo nos castiguen el menor atrevimiento. En principio –si Foucault tuviera razón, cosa que yo no me atrevo a discutir siendo quien es el francés- parecen no creer en la Eternidad. Si la pena puede rebajarse o ampliarse por un Tribunal superior, ocurre que hasta el tiempo tiene caducidad, y lo justo –conforme criterio propio- no puede ser menos que la Perpetua. Pero tampoco se entregan ilusionados a la ecuanimidad de dios-padre, convirtiéndolo de inmediato en un dios caprichoso –y hasta corrupto, me atrevería a apostillar-, capaz de conmoverse con las voluntariosas palabras de su único hijo: padre, perdónalos porque no saben lo que hacen. Y eso, como no sabíamos que tales cosas constituían un grave pecado, papi-dios acaba perdonándonos, si bien no para siempre: hasta que de verdad nos caemos muertos hechos polvo. como por si acaso no. Lo cual, encontrándolo de lo más humano, la coartada de que equivocarse lo O sea, ¡ni siquiera creen en la resurrección de la carne! Piensan –es un decir- que si ellos no actúan poniendo en su sitio a cada uno, acabaremos todos yéndonos de rositas. Pues no. Mientras ellos tengan la representación, juran por dios –como la Escarlata, oye- que aquí no se salva nadie. Por si acaso. Como los linieres en los fuera de juego, pitan por si acaso lo estábamos, tanto es, también pasa a depender de la mala leche que se tenga y con qué equipo se juegue.

(nota bene.
Santo Tomás de Aquino: Lo suyo no supera las consignas aristotélicas de un astuto sofisma.
El Gallego: Mais, ¿a que mola?)

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