jueves, 13 de febrero de 2014

El tiempo de la hospitalidad no es eterno*




 ¿En la casa de quién vivimos?
Ocupantes del lugar de aquel que se fue y nos dejó sitio
Su sitio.
El sitio de nadie, pues él también estuvo allí invitado.
Y si al llegar, como yo ahora: mientras me desnudo y me abrigo con el vaho tibio que sube de la tina donde me he de lavar el cuerpo antes de bajar a cumplimentar a los dueños de la casa, sintió el sosiego, que yo siento, por haber hallado al fin el lugar que nos retenga, a lo mejor en su cabeza rondaba la sospecho, a mí me ronda, de que algún día esta casa, la habitación donde estaba, donde estoy, la encontraría cerrada, inaccesible, y ya fuera que debía marchar de ella para que yo llegara y supiera, lo sé, de su gran sacrificio: abandonar la casa que lo había hecho, a mí me hace, que le facilitaba los sueños, en el último de los cuales estaba yo llamando a la puerta, arrebatándole el sitio, lavándome en su agua repetida, saludando, como él: que no hay favor más grande..., a los hospitalarios dueños de la casa que nos recogieran.
A los dos.
A ese, también, que presiento tras mis huellas.
Será más joven.
Siempre es más joven quien llega, pues en la juventud se satisface la eterna vejez de aquellos que nos albergan.
Por un tiempo.
El tiempo que nos roban.

¿Hay algún mal en saberlo?

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