viernes, 24 de enero de 2014

DECLARACIONES



Escucha el reproche de los necios: es un título real, nos aconsejaba William Blake tiempo antes de que un obrar así se transformase en la práctica habitual de cuantos buscan (¿buscamos?) recuperar la estima de sí mismos por medio del auto-enaltecimiento. Ni el visionario poeta inglés ni la posterior legión de maestros de la auto-ayuda –de suyo, un hacerse la paja en mitad del desierto- se dan cuenta de la única evidencia al respecto: que todos, y uno por uno, podemos hallarnos, a la vez, en la troupe de los necios y en la soledad manifiesta del señorío. Depende, la cosa, de quién tiene la voz en esos momentos de (auto) proclamarse o ser nombrado.

De eso se trata. De adueñarse de la voz, tronar primero y por encima: de los otros y de cualquier argumento. O sea, del arte de la Declaración en lugar de la artesanía del diálogo o la rueda de prensa, pues: ¿qué ha de decir un necio? El ejercicio, la ejecución preferida del fascista que todo pequeño hombrecito (Wilhelm Reich) alberga: hacerse con el micro y sumir al resto en silencio o en vociferio de necios. ¿Para decir qué? Tanto da. Concretar importa un comino (triste el rol del comino en las metáforas). No estamos en una performance y ni siquiera en una obrilla de vanguardia donde el público actúa sin salario por ello. la Declaración tiene, necesariamente, los visos de una representación clásica, en la que ya es bastante la presencia de la estrella protagonista para que así triunfe el espectáculo. A expensas de lo que diga o no diga, meras referencias auto-laudatorias de la larga trayectoria que lo ha llevado hasta allí, el éxito está en que el Declarador (que no declarante) declara y punto... Y el coro, corea.

Lo más parecido, se me ocurrió pensar el otro día, mientras –juro que por pura morbosidad- veía al Presidente del Gobierno, don Rajoy, en la pantalla de televisión, es que, como en un mal sueño, volvía a encontrarme en la madrileña plaza de Oriente y era el mismísimo caudillo quien se asomaba al balcón de mi casa. Tuve un rapto, sí, de lucidez y me eché a la calle. Pero la calle, ¡Ay!, seguía vacía.

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