miércoles, 15 de enero de 2014

CRIPTEIA II



No hay razón por la cual lo imposible no sea posible, viene a decirnos Max Aub; tal cual lo asegura en la página 304 de Luis Buñuel, novela. Claro que a posteriori, cuando ha visto y ha vivido cuanto ha visto y vivido, lo cual, en vez de volverlo dos veces tonto, como le sucediera a Rafael Alberti, lo hizo dos veces razonable a don Max. Es lo lógico y lo que menos duele. Por extraño que nos haya de parecer, al salir del dentista –por poner un ejemplo de poca monta- las muelas nos duelen menos. Ello es porque el dentista –a lo peor un albéitar resabiado- nos ha descubierto que la muela estaba picada. Eso, saber que lo imposible se ha vuelto real (pensándolo bien: ¿Las muelas tienen motivos para picarse? ¿Con quién? Por el abuso en el consumo de azúcar, dicen. Contra ti. Como si tan poco meditadas explicaciones fueran suficientes en el complejo sistema científico de las causas y los efectos) ya nos alivia en no poca medida.

A sabiendas, nos dejamos extraer la muela picada y, curiosamente, ahora no nos duele el hoyo que nos queda en la boca; la ausencia de un miembro propio que nos costara lágrimas hacernos con él. ¿Por qué? Porque nos han sacado, también, la razón que llevábamos pero desconocíamos, y volvemos a poder vivir tan in albis como en el lejano principio, cuando era que comíamos de modo impulsivo, despreocupados de cualquier higiene corporal. O sea, cuando éramos más bichos que personas.

Lo imposible se hace posible mediando en ello la inteligencia. Facultad humana par excellence. Eso que, volviendo al Luis Buñuel de ayer mismo, nos separa por igual de dios y de las bestias. Por ahí avanza la ciencia que es una barbaridad. Cosa de bárbaros. Los extranjeros sugeridos por don Miguel de Unamuno: ¡Que inventen ellos! Ya sabremos darle la debida utilidad a sus inventos. Como Albert Camus y Jean Dean, que cogen el coche no para ir a alguna parte, sino para quedarse aquí para siempre.

¿Habrá, así la cuestión, dos tipos de inteligencia? Puede que sí, y que la una invente mientras la otra desinventa. Aquella nos quisiera, de buen modo, llevar más lejos y más alto en su empeño –purita cabezonada- de agarrar a dios por los pies y robarle las patentes. A ésta les gustamos inmóviles, y en ese su afán –voluntad de roca- nos apega a la tierra, nos enraíza al lugar, temerosa del mayor de los terrores: que los inventores sean de los nuestros y debamos, entretanto, mantenerlos de gratis.

Difícil equilibrio si la virtud se ha de encontrar al medio. Cruda, por tanto, la realidad hecha posible de deber sobrevivir con tanto clero a la vera. Sobre todo, ahora que ya sin muelas y sin la rabia que nos provocaba el dolor de muelas, ni siquiera se nos pasa por la cabeza lo sencillo que sería pegarles a todos ellos sendos mordiscos en la yugular. O si a usted le gusta más: en el trasero. A lo que dicen, sobre gusto no hay nada escrito.

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