Al humor de unos cuantos de más orujos de noble transparencia, Alvarito Cunqueiro –descendiente apócrifo de aquel buen escritor y hombre de pensares húmedos que fuera don Álvaro Cunqueiro, como ahora lo era, ambas cosas, su dudoso vástago- se atrevió, al fin, a desvelar sus pensamientos, más por lo mucho que le atormentaban la cabeza, que por creer Alvarito, muchacho de escasa fe en lo ultramundano, que los tales pudiesen en verdad interesarle a nadie, pues quien piensa apoyándose en los beneficios de los alcoholes de la tierra seca, ya barrunta su poco acierto. Sea por la razón que fuese y en su profundo ser amasara, pero nunca jamás buscando la complacencia ajena, aún le sobraron fuerzas y ganas, ganas y fuerzas, para, no sin antes exigirse una enorme concentración, hilvanar las justas palabras que a continuación soltó con gran aplomo y descarada convicción:
- El Horror vacui, ya os lo digo, me lo provoca a mí el mismo miedo
de ver salir de ahí, o sea, de ninguna parte, lo que sea que el vacío esconde.
Y él mismo, acogotado por ese mismo temor que padecía, volvió a servirse de la
botella, que a medias seguía llena.
(A modo de glosa) Vamos a dar por bueno que las orejas de los
concurrentes estaban atentas a la voz ronca de Alvarito Cunqueiro, pues no en
vano iba él a convidar, más de sus bocas no salió comentario alguno que, por
contradecirlo, pudiese a la vez malhumorarlo. Todos se limitaron a asentir con
un leve movimiento de cabeza, como el de esas pelotitas colgantes de una goma
elástica que antaño se solían comprar a los niños pequeños sin más motivos que
el tenerlos callados por un rato, mientras los mayores iban a lo suyo, por
costumbre: beber y blasfemar.
Decía Leopoldo María Panero –ya saben: Un loco de atar- que eso de
los niños es un recurso facilón. Los niños y los dioses, decía, estropean el
poema cuando se meten por medio. Y como me parece que a Leopoldo no le fallaba
el juicio en esto, yo también procuro evitarlos, no caer en la tentación de
valerme de ellos, ni siquiera si se me atasca la redacción de mala manera. Sin
embargo, para el caso vienen que ni pintados -me refiero a los niños, a los
dioses no conviene mentarlos en vano-, pues a lo que tan barrocamente aludía
Alvarito Cunqueiro era a su recién estrenada paternidad, la cual no dejaba de
asumir sino como un milagro, ya que su imaginario de buen celta, que presumía,
daba por sentado si no es que dos durmiendo juntos y abrigados por el mismo sueño,
no hacen sino adentrarse, sin precauciones, en el más profundo y oscuro de los
vacíos terrenales, de modo que si luego ocurre lo que a él mismo acababa de
ocurrirle tras larga y penosa espera, o hay milagro en el asunto o hay la mala
leche de uno de los dos, que se quedó a medias despierto.
Pero si en lugar de liarse Alvarito Cunqueiro en las lecturas
obtusas de las hojas de registro y las fes bautismales que le pudiesen aclarar
su origen y sostener sus derechos de herencia, hubiese leído, mejor, alguno de
los libros que su presunto padre dedicó a la leyendaria céltica, habría podido
enterarse cómo que en ese vacío creado entre dos que tanto se aman como para
compartir hasta la cama, habitan, de tiempos inmemoriales, unos duendecillos
burlones prestos a aprovechar la menor ocasión, el menor descuido, para hacerse
a la luz de manera inopinada por los actores del ajuste. De ellos y no de
estos, nos aclara don Álvaro Cunqueiro con mucha sorna, proviene el dicho de
Donde hay pelo hay alegría… por el momento.
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