jueves, 26 de enero de 2017

EL NÓMADA DEL VACÍO


Definimos paisaje como lo que nos desvela una presencia, escribe Carlos Muñoz Gutiérrez en El paisaje habitado. En clara apropiación, podríamos hablar respecto de los fantasmas. Definimos fantasma(l) como lo que desvela una ausencia. De un extremo a otro se desarrolla “el trayecto”. Tanto de lo fantasma(l) al paisaje como del paisaje a lo fantasma(l). En palabras de Carlos Muñoz: del desierto a la ciudad y también a la inversa. De lo inhóspito a lo habitable. Y asumimos por nuestra parte: de lo frío (la noche del desierto) a lo cálido (los iluminados escaparates de la ciudad.

Pero lo que nos atrae e interesa del librito de Carlos Muñoz es la asimilación del paisaje a la tarjeta postal. No hay paisaje, parece querer decirnos, que no se reduzca, en su esencia, a una tarjeta postal. Aún más: Lo que no entra en el espacio reducido de una tarjeta postal, no es paisaje. Ahí, en ese rectángulo coloreado que va de un lado a otro sin conciencia de andar moviéndose, es donde habitamos la mayor parte del tiempo, mientras que quien nos escribe nos dice que está fuera. Que se fue. Que anda en el vacío, así los fantasmas, y nos echa de menos. De tal modo que no hacemos del todo mal si Definimos el vacío como lo que nos muestra un ‘echar de menos’, el añorar la compañía.

Sin embargo, quien se fue y ahora nos envía noticias suyas con la imagen (representación) de lo que ven o vieron sus ojos, se esmera en disimular y falsear su actual condición de fantasma. En el reverso de la postal escribe con caligrafía apresurada: “Aquí estoy”. “Desde aquí te mando un abrazo”. ¿Desde dónde? Se pregunta el destinatario de la postal al girar la frágil cartulina y comprobar la ausencia de aquel que le dice estar ahí. Porque lo presiente o lo ve, sí, lo ve, como el fantasma al que la imagen no reconoce en tanto algo propio, pues lo suyo es el vacío y “el paisaje” que en ella se muestra sólo está, fehaciente, en la mirada del fantasma.

Como un espejismo. Ilusión. La mirada del fantasma se muestra muy propensa a ilusionarse, dicen las malas lenguas: aquellas que no se reconocen como el factor primordial de la confusión –Babel, la ciudad que vencería finalmente a la naturaleza teocrática, también era ilusoria por “demasiado humana”-, cuando, en realidad, el fantasma viene, está de vuelta, y por tanto, no fantasea: ni su mirada ni el objeto al cual ve. A lo sumo se limita a  echarlo de menos, a añorarlo en la materialidad que dejó en prenda hasta su “segunda venida”.

Será del vacío de donde resuciten los cuerpos y se celebren.

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