Definimos paisaje como
lo que nos desvela una presencia, escribe Carlos Muñoz Gutiérrez en El paisaje habitado. En
clara apropiación, podríamos hablar respecto de los fantasmas. Definimos fantasma(l)
como lo que desvela una ausencia. De un extremo a otro se desarrolla “el
trayecto”. Tanto de lo fantasma(l) al paisaje como del paisaje a lo
fantasma(l). En palabras de Carlos Muñoz: del desierto a la ciudad y también a
la inversa. De lo inhóspito a lo habitable. Y asumimos por nuestra parte: de lo
frío (la noche del desierto) a lo cálido (los iluminados escaparates de la
ciudad.
Pero lo que nos atrae e interesa del librito de Carlos Muñoz
es la asimilación del paisaje a la tarjeta postal. No hay paisaje, parece
querer decirnos, que no se reduzca, en su esencia, a una tarjeta postal. Aún
más: Lo que no entra en el espacio reducido de una tarjeta postal, no es
paisaje. Ahí, en ese rectángulo coloreado que va de un lado a otro sin
conciencia de andar moviéndose, es donde habitamos la mayor parte del tiempo,
mientras que quien nos escribe nos dice que está fuera. Que se fue. Que anda en
el vacío, así los fantasmas, y nos echa de menos. De tal modo que no hacemos del
todo mal si Definimos el vacío como lo que nos muestra un ‘echar de menos’, el
añorar la compañía.
Sin embargo, quien se fue y ahora nos envía noticias suyas
con la imagen (representación) de lo que ven o vieron sus ojos, se esmera en
disimular y falsear su actual condición de fantasma. En el reverso de la postal
escribe con caligrafía apresurada: “Aquí estoy”. “Desde aquí te mando un abrazo”.
¿Desde dónde? Se pregunta el destinatario de la postal al girar la frágil
cartulina y comprobar la ausencia de aquel que le dice estar ahí. Porque lo
presiente o lo ve, sí, lo ve, como el fantasma al que la imagen no reconoce en
tanto algo propio, pues lo suyo es el vacío y “el paisaje” que en ella se
muestra sólo está, fehaciente, en la mirada del fantasma.
Como un espejismo. Ilusión. La mirada del fantasma se
muestra muy propensa a ilusionarse, dicen las malas lenguas: aquellas que no se
reconocen como el factor primordial de la confusión –Babel, la ciudad que
vencería finalmente a la naturaleza teocrática, también era ilusoria por
“demasiado humana”-, cuando, en realidad, el fantasma viene, está de vuelta, y
por tanto, no fantasea: ni su mirada ni el objeto al cual ve. A lo sumo se
limita a echarlo de menos, a añorarlo en
la materialidad que dejó en prenda hasta su “segunda venida”.
Será del vacío de donde resuciten los cuerpos y se celebren.
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