martes, 3 de septiembre de 2013

EL PRECIO DEL PAN -VIII-



E
l Pueblo no tiene Pan. Pues que coman pasteles -contestó la archiduquesa malhumorada ante la contrariedad que suponía para ella el deber de pensar en cosas tan insustanciales. Pero los correligionarios, ¡Ay!, le rieron la ocurrencia -como un coro de perrillos falderos agradece el que lo acaben de premiar con un hueso al que aún siguen adheridas algunas hilachas de carne a las que el diente humano no alcanza, ni siquiera en su voracidad extrema- y la archiduquesa se quedó tan satisfecha.

Cuando el Pueblo lo supo, también se rió, aunque su risa no fue fresca ni franca ni suponía un rebrote de su regolaje, hasta el presente dormido por la Hambruna. Porque el Pueblo –en su ignominiosa desipiencia- a la sazón desconocía, même, la existencia, misma, de los pasteles, y cuando, a falta de Pan, se veía obligado a, en su lugar, comer de otra cosa, a lo más que alcazaba era a comerse las uñas, cuya capacidad nutritiva es más bien poca y estriñe. Mas con tanta Hambre como reinaba en París y sus alrededores, de lo que sí estaba Harto el Pueblo, era de la archiduquesa. Así que una buena mañana, nada más despertar y decirle Madre que hoy tampoco había nada para desayunar, se enrabietaron tanto, que se fueron a por ella a su Palacio... y como –ya se sabe- el Hambre es mala consejera, allí mismo la mataron como se mata a los pollos y a las gallinas: cortándola por el pescuezo en dos mitades. 

Que al pedir Pan, por Hambre acosado,
el Proletario con potente voz,
le conteste mortífero y feroz
el fusil del Verdugo uniformado[1]
.

H
ubo un Tiempo –más allá de cuanto se recuerda y se cuenta: la Edad de los Portentos- en el que el Pan del día a día lo cortaba y lo repartía el Hombre. El Hombre que a la sazón era el único dueño de la Navaja. La Navaja con el filo de la piedra aún más antigua y criminal.

Hoy lo sé un efecto de la Perspectiva, pero entonces, siendo un niño por crecer, estaba convencido de que la Silla donde Padre se sentaba a la Mesa, era más alta que las nuestras, incluso la de Madre. Desde Abajo, pues, lo miraba yo a Padre cortar el Pan y sólo tenía ojos para ver su Grandura pesar sobre mí.

Padre apoyaba el Pan –una hogaza dorada por fuera y de un inmenso interior inmaculado- sobre su vientre. Su brazo izquierdo –la camisa remangada, el vello negro al aire- lo rodeaba, lo aprisionaba: en el Temor de que la Voluntad del Pan no fuese otra sino la de escapar de allí, de su Abrazo. En su mano diestra la Navaja refulgía antes de hundirse en el Pan, como una piedra en el agua mansa. Una vez tras otra, cortaba rebanadas de Pan y nos la ofrecía a los Hijos, así una recompensa merecida que, en cambio, la recibíamos como la consecuencia de una grave Enseñanza.

Luego, devolvía el Pan sobrante a la Mesa. Cerraba con mimo la Navaja. Oraba.

Migas de Pan, las babas, un Mapa de Ruinas inconclusas, le quedaba sobre la portañuela del pantalón entreabierta... Y así fue como aprendimos a Amar los Hijos de Padre.


[1] Versión anarquista de La Marsellesa, muy cantada durante la Guerra Civil Española, aun cuando eso del ‘uniforme’ choque.

No hay comentarios:

Publicar un comentario