domingo, 15 de septiembre de 2013

EXCUSAS




Hoy me levanté de mal humor. Con dolor de cabeza, por la resaca, y unas irreprimibles ganas de orinar, lo cual ya son tener ganas, siendo, como son, puro envite de la voluntariedad. Tendré un día de dentista, pues. O de pagar facturas. O de encontrarme por la calle, rumbo a un bloody mary reparador: nunca le agradeceremos lo bastante a Fernand Petiot su invento; decía: encontrarme por la calle al amigo tostón al que le preguntas ¿cómo estás? y te lo cuenta con todo lujo de detalles. Por supuesto, me he negado a leer el periódico. El Barça no jugó bien. Le regalaron el partido, oí decir a un jodido madridista desconocedor de que su Real Madrid, luego, empataría, regalándonos dos puntos, que en la Liga ya suponen una buena herida. He hecho café para evitar que T. siga enfadada conmigo. No se imaginan cómo se las gasta T. si no encuentra el café hecho. No es una persona. Si alguna vez se han tropezado con un basilisco, sabrán lo que quiero decir. Pero, bueno, todos tenemos alguna manía, la cual mantenemos quizá con la intención equívoca de salvaguardar nuestro algo de independencia, ese poco de identidad que –así nos lo creemos- nos corresponde de nacimiento. Pero tras casi cuarenta años de matrimonio –y no sumo al tuntún-, si de algo estoy convencido, es de que, para vivir con alguien, lo mejor, lo más conveniente pasa por imitar sus vicios. Apoderarte de lo peor que tenga él o ella y hacerlo tuyo, pues dado que, quien más y quien menos, todos nos autoestimamos hasta lo irrazonable, esa es la mejor manera de sobrellevarlo. No sé si me explico. La verdad es que, aun cuando me he tomado un par de ibuprofenos (¡cómo echo de menos el optalidón!), no ando muy lúcido esta mañana. O sea, y por seguir con lo mismo, que si me he levantado de mal humor, no es, en realidad, porque ayer bebiera más de la cuenta –cosa siempre imposible-, sino porque trato de ponerme en el lugar de T. recién despierta y sin haberse tomado todavía el café que la devuelve a su estado natural. Porque, de suyo –y extremo que debo puntualizar en honor a la verdad-, T. es pura amabilidad, de modo que al verme tan enfadado como sea que la imito en uno de sus peores momentos, hará, al contrario, cuanto esté en sus manos para que se me pase el enfado, la rabieta. Lo cual está entre sus virtudes más apreciables, pero como queda implícito en lo que les contado anteriormente, las virtudes del otro no se deben remedar. Parecería una parodia, y eso en el mejor de los casos

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