BANALIDADES DE BASE
Uno. La mayor virtud –si por
virtud se entiende el poder de obrar- del teléfono móvil no está, pese a todo,
en su movilidad, pues para ello precisa de un sujeto que, en efecto, lo mueva, sino en su individualidad, aun
cuando esta virtud sea que la concede y no que la tiene para sí mismo. Digamos
sin pánico por la exageración, que el susodicho aparato orejero, antes de
servir para comunicar –lo cual implica compartir el instrumento comunicador, ya
sea éste la misma lengua- actúa en tanto factor de independencia, tanto del
emisor como del receptor de la comunicación. De modo que si éste no quiere
coger ‘su teléfono’, aquel se queda sin poder hablar con nadie. Jodido. En la
circunstancia, pensemos, de un diálogo interruptus, y ya nos duelen las partes
y nos deshonra el gatillazo. Antiguamente, cuando se llamaba desde un teléfono
casero a otro teléfono casero (cuya facultad más privilegiada era conservar el
anonimato hasta el último y decisivo momento, también se debe tener en cuenta) bien
pudiera suceder que el receptor deseado no se encontrase allí donde se le
buscaba, pero alguien había, no obstante, que cogía el aparato, contestaba a tu
llamada y con eso al menos te aligeraba la zozobra, consecuente al desencuentro,
con su amabilidad o su oficio: Fulanito
no está en este momento, pero si quieres dejarle un recado. Ya sé. Me dirán
que el móvil acepta mensajes y, en el colmo del cinismo, que basta el registro
de la ‘llamada perdida’. Pero es que se trata de eso, ¡coño!, de una llamada
perdida.
Dos. El teléfono móvil, en su
afán individualista, comienza por extraer a su dueño (amo y señor de nada, en realidad)
del grupo en el cual se encuentra en ese preciso y desagradable instante de
echar a sonar, con una urgencia que pareciera la misma promesa maya del fin del
mundo. En este sentido, el móvil, el celular, el telefonino, rompe el ritmo,
demora, y hasta puede que desarme, la acción conjunta a la que todos, no sin
las consabidas dificultades en el ponerse de acuerdo, se habían comprometido. Una
imagen muy habitual en las últimas manifestaciones contra Todo (en especial en
aquellas en las que el elemento juvenil es predominante, aun cuando no
necesariamente) es la de los manifestantes colgados de su aparato y
desatendiéndose de lo inmediato. De modo que, valga la paradoja, ya no están
ahí donde están. Convierten esa falsa estancia en un mero lugar de paso, o si
lo prefieren, en un no lugar. Y, de otra parte, el hecho de un sinnúmero de
manifestantes llamando a la vez por teléfono, se transforma en la señal inequívoca,
y frustrante para los presentes, de cuánta gente se echa de menos en la manifestación.
Algo que el Todo entiende y ya no le preocupa la gente que está, sabedor de
que, exponencialmente, es mucho mayor aqquella que no ha venido. Además de
estar engordándoles las alcancías a las compañías de la incomunicación
consentida.
Tres. Otra imagen recurrente
de estas manifestaciones (políticas o simplemente festivas, lo cual es todavía
peor) es la de quienes (cientos) utilizan el aparatito para fotografiar el ‘evento’,
apartándose así de su realización. Y provocando, con ello, una deslocalización
doble. Si con las llamadas es como –pero sin el como- abandonáramos el espacio
que ocupamos, con la fotografía nos vamos del tiempo que vivimos en ese
supuesto. Hablar con quien no está, es como rezarle a dios, impasible y
omnipresente escuchador. Pero a los efectos, algo tremendamente inútil. Y la
fotografía es cierto que nos hace autores de algo. Pero de Algo, triste
resaltarlo, que no vivimos, que dejamos escapar de nuestras manos.
Cuatro. Muchos
años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano. Buendía había de
recordar aquella tarde remota… El espectáculo está servido. ¿Pagaron ya su
entrada?
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