miércoles, 2 de enero de 2013



BANALIDADES DE BASE


Uno. La mayor virtud –si por virtud se entiende el poder de obrar- del teléfono móvil no está, pese a todo, en su movilidad, pues para ello precisa de un sujeto que, en efecto, lo mueva, sino en su individualidad, aun cuando esta virtud sea que la concede y no que la tiene para sí mismo. Digamos sin pánico por la exageración, que el susodicho aparato orejero, antes de servir para comunicar –lo cual implica compartir el instrumento comunicador, ya sea éste la misma lengua- actúa en tanto factor de independencia, tanto del emisor como del receptor de la comunicación. De modo que si éste no quiere coger ‘su teléfono’, aquel se queda sin poder hablar con nadie. Jodido. En la circunstancia, pensemos, de un diálogo interruptus, y ya nos duelen las partes y nos deshonra el gatillazo. Antiguamente, cuando se llamaba desde un teléfono casero a otro teléfono casero (cuya facultad más privilegiada era conservar el anonimato hasta el último y decisivo momento, también se debe tener en cuenta) bien pudiera suceder que el receptor deseado no se encontrase allí donde se le buscaba, pero alguien había, no obstante, que cogía el aparato, contestaba a tu llamada y con eso al menos te aligeraba la zozobra, consecuente al desencuentro, con su amabilidad o su oficio: Fulanito no está en este momento, pero si quieres dejarle un recado. Ya sé. Me dirán que el móvil acepta mensajes y, en el colmo del cinismo, que basta el registro de la ‘llamada perdida’. Pero es que se trata de eso, ¡coño!, de una llamada perdida.

Dos. El teléfono móvil, en su afán individualista, comienza por extraer a su dueño (amo y señor de nada, en realidad) del grupo en el cual se encuentra en ese preciso y desagradable instante de echar a sonar, con una urgencia que pareciera la misma promesa maya del fin del mundo. En este sentido, el móvil, el celular, el telefonino, rompe el ritmo, demora, y hasta puede que desarme, la acción conjunta a la que todos, no sin las consabidas dificultades en el ponerse de acuerdo, se habían comprometido. Una imagen muy habitual en las últimas manifestaciones contra Todo (en especial en aquellas en las que el elemento juvenil es predominante, aun cuando no necesariamente) es la de los manifestantes colgados de su aparato y desatendiéndose de lo inmediato. De modo que, valga la paradoja, ya no están ahí donde están. Convierten esa falsa estancia en un mero lugar de paso, o si lo prefieren, en un no lugar. Y, de otra parte, el hecho de un sinnúmero de manifestantes llamando a la vez por teléfono, se transforma en la señal inequívoca, y frustrante para los presentes, de cuánta gente se echa de menos en la manifestación. Algo que el Todo entiende y ya no le preocupa la gente que está, sabedor de que, exponencialmente, es mucho mayor aqquella que no ha venido. Además de estar engordándoles las alcancías a las compañías de la incomunicación consentida.

Tres. Otra imagen recurrente de estas manifestaciones (políticas o simplemente festivas, lo cual es todavía peor) es la de quienes (cientos) utilizan el aparatito para fotografiar el ‘evento’, apartándose así de su realización. Y provocando, con ello, una deslocalización doble. Si con las llamadas es como –pero sin el como- abandonáramos el espacio que ocupamos, con la fotografía nos vamos del tiempo que vivimos en ese supuesto. Hablar con quien no está, es como rezarle a dios, impasible y omnipresente escuchador. Pero a los efectos, algo tremendamente inútil. Y la fotografía es cierto que nos hace autores de algo. Pero de Algo, triste resaltarlo, que no vivimos, que dejamos escapar de nuestras manos.

Cuatro.  Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano. Buendía había de recordar aquella tarde remota… El espectáculo está servido. ¿Pagaron ya su entrada?

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