viernes, 4 de enero de 2013

BANALIDADES DE BASE



Uno. Ayer, jueves 3 de enero, no escribí porque fui al dentista y el muy aprovechado me quitó dos muelas que, francamente, y debo decirlo en su favor, me molestaban. Así pues, me pase el santo día esperando a que de un momento a otro me viniese encima un dolor tan terrible, que hasta cojones tendría de morime (Paco Pepe Navarro). Esperé y esperé, pero el dolor no me vino (iba a escribir: gracias a la medicina, pero el temor a que Alguien etéreo pueda leerlo y sentirse ofendido, cargando toda su omnipotencia contra mí, me lo ha impedido)

La anécdota, en verdad, no da para mucho. El tiempo, sin embargo, sí. Como solía decir mi madre: no estés ocioso, pues enseguida te vienen los malos pensamientos. Y si no malo, en este caso, si tonto fue lo que pensé mientras me hartaba de helados de vainilla y de chocolate. Porque pensé, ahíto de profundidades significamentosas, que el dolor no admite metáforas. Por mucho que te emperres en imaginar supuestos, jamás duele como la espina de una rosa; ni como un zapato dos número de menos. Te duele el corazón y te duelen los pies, y lo demás que se diga son falsos remedios que no dejan de doler aparte.

Convencido me quedé de ello (faltaría más, pues nada seduce mejor que un tontuna a deshora) cuando caí en la cuenta de que, pese a todo, siempre duele como aquella otra vez; que el dolor es como otro dolor conservado en la memoria. O sea, me dije en un primer instante, que si no tuviésemos memoria, no nos dolería el dolor, sino el hecho de saber que hasta aquí veníamos sanos.

No sé qué leche intentaba decirme con semejante bagatela dialéctica, pero si se les cuento de ella, es por albergar la vana esperanza de que alguno de ustedes tenga ya previsto algo al respecto y, bondadoso como mi dentista, tenga por favor que le deba el aclarármelo.

Dos. A la caída de la tarde T. encendió el televisor animada (ya es querer) a escuchar las noticias de la Sexta. Así fue como, cuando creía tener este mal día superado, en lugar de un dolor personal e intransferible, comencé a padecer del mal de todos, de ese dolor social que se expande mucho y mejor que el peor de los virus gripales.

Me río de quienes dicen amargamente que les duele España, pero bueno, la cosa no está para menos. Quizá porque como hizo Cristo traspasando la sintomatología que le afectaba al buen judío a una piara de cerdos, el dolor de España lo quieran privatizar en cada uno de los españoles/españolitos. Curar por contagio, habríamos de llamarlo. O el sentido profundo de la privatización de la Sanidad que tantos síntomas provoca en cada menda. O que sanar España pase por enfermarnos a todos del Mal de España.  

Como la anestesia y alguna que otra pastilla sin receta me mantenían bastante alelado, lejos de la lucidez que jamás me ha caracterizado, mi siguiente pensamiento superó con creces el grado de estupidez de lo que ya había pensado, pues, me dije y le comenté a T. –quien no pudo menos que mirarme con absoluto desprecio-: cuánta razón tiene el Gobierno. Están curando la Patria.

No obstante, la visible oposición de T. a mi entusiasmo me dejó con el corazón partío. Me sentí forzado a decidir entre ella o España, pero como por fortuna ya escribo en el día de mañana, lo tengo claro: me quedo con ella y que España se quede con las muelas (son una metáfora) de lo que me ha quitado.

Tres. No voy a pagar el euro por receta.

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