¿No tiene usted a nadie que
le diga la verdad? Le escribe Elias Canetti a Thomas Bernhard en carta que
Canetti jamás le llegó a enviar (tomado de Cees Nooteboom, 533 días), así sea
que la verdad, como las enfermedades mas terribles, necesariamente nos llega
del afuera, nos asalta y nos coloniza, evidentemente, a través de la fe en ella,
que, bien visto, no es sino la confianza ciega en su cartero. Pero, en serio, ¿podemos
confiar en el carteros como en padre y madre confiamos? Pienso que sí, respecto
del cartero, pues de padre y madre queda siempre mucho por callar. Su
indiferencia lo avala. El cartero, así es la cosa, permanece ajeno a las
palabras de la verdad que transporta en su cartera de cartero. Por un tiempo es
el dueño del secreto. Lo custodia incluso pagando con su vida. Basta con acordarnos
de Miguel Strogoff, el cartero del zar.
A Strogoff lo atrapan los
tártaros, al mando de los cuales está un ruso traidor a la causa del zar –quizá
Julio Verne, reconocido anti-socialista militante, pensaba, avant la lettre
como era su predilección, en el taimado Lenin, el perverso Trotsky o el fierísimo
Pepe Stalin. Lo torturan aplicándole un hierro candente sobre los ojos, que lo
ciega. Pero ciego ya era Miguel Strogoff respecto al secreto que portaba, y los
malvados tártaros nada pudieron sonsacarle, puesto que nada era lo que él veía
en lo que sabía. Así como la metáfora encierra un sentido que ella misma
probablemente desconoce, así el cartero conduce y transporta la verdad de un
extremo a otro del mundo sin saber ni querer saber de ella, despreocupado de su
tenor.
Por tanto, podemos dar por
firme la fidelidad del cartero en la medida en que, como el maestro zen y el
tonto del pueblo, no deja de mantenerse neutral dentro de un universo
supuestamente holístico. Entre la causa y el efecto anda metido el cartero,
pero no es sino su falta de compromiso con la una y con el otro lo que lo hace imprescindible
para el reconocimiento final de la verdad; ser su instrumento, su medio.
Pero Canetti, como hemos
podido saber, y por los motivos que sea, no echa la carta al correo –a lo mejor
él no confía, como yo sí, en los carteros– y Bernhard se queda sin conocer esa
verdad prometida. ¿Cuál sería la verdad que, finalmente, Elias Canetti opta por
reservarse? Algo nos sugiere Cees Nooteboom en la reseña que le dedica en su
libro mencionado más arriba, y con ello me conformo, no quiero saber más al
respecto. Sólo me sigue interesando, y mucho, la paradoja que Canetti, con su
olvido o su desgana de acercarse hasta un buzón y echar la carta referida, crea
de forma inopinada, pues es en su in-acción (directa) que asoma la única verdad
en la cual me siento capaz de creer a día de hoy: No tiene usted a nadie que le
diga la verdad. Hace años que el cartero sólo me trae propaganda.
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