jueves, 1 de marzo de 2018

LA VERDAD Y EL CARTERO


¿No tiene usted a nadie que le diga la verdad? Le escribe Elias Canetti a Thomas Bernhard en carta que Canetti jamás le llegó a enviar (tomado de Cees Nooteboom, 533 días), así sea que la verdad, como las enfermedades mas terribles, necesariamente nos llega del afuera, nos asalta y nos coloniza, evidentemente, a través de la fe en ella, que, bien visto, no es sino la confianza ciega en su cartero. Pero, en serio, ¿podemos confiar en el carteros como en padre y madre confiamos? Pienso que sí, respecto del cartero, pues de padre y madre queda siempre mucho por callar. Su indiferencia lo avala. El cartero, así es la cosa, permanece ajeno a las palabras de la verdad que transporta en su cartera de cartero. Por un tiempo es el dueño del secreto. Lo custodia incluso pagando con su vida. Basta con acordarnos de Miguel Strogoff, el cartero del zar.
A Strogoff lo atrapan los tártaros, al mando de los cuales está un ruso traidor a la causa del zar –quizá Julio Verne, reconocido anti-socialista militante, pensaba, avant la lettre como era su predilección, en el taimado Lenin, el perverso Trotsky o el fierísimo Pepe Stalin. Lo torturan aplicándole un hierro candente sobre los ojos, que lo ciega. Pero ciego ya era Miguel Strogoff respecto al secreto que portaba, y los malvados tártaros nada pudieron sonsacarle, puesto que nada era lo que él veía en lo que sabía. Así como la metáfora encierra un sentido que ella misma probablemente desconoce, así el cartero conduce y transporta la verdad de un extremo a otro del mundo sin saber ni querer saber de ella, despreocupado de su tenor.

Por tanto, podemos dar por firme la fidelidad del cartero en la medida en que, como el maestro zen y el tonto del pueblo, no deja de mantenerse neutral dentro de un universo supuestamente holístico. Entre la causa y el efecto anda metido el cartero, pero no es sino su falta de compromiso con la una y con el otro lo que lo hace imprescindible para el reconocimiento final de la verdad; ser su instrumento, su medio.

Pero Canetti, como hemos podido saber, y por los motivos que sea, no echa la carta al correo –a lo mejor él no confía, como yo sí, en los carteros– y Bernhard se queda sin conocer esa verdad prometida. ¿Cuál sería la verdad que, finalmente, Elias Canetti opta por reservarse? Algo nos sugiere Cees Nooteboom en la reseña que le dedica en su libro mencionado más arriba, y con ello me conformo, no quiero saber más al respecto. Sólo me sigue interesando, y mucho, la paradoja que Canetti, con su olvido o su desgana de acercarse hasta un buzón y echar la carta referida, crea de forma inopinada, pues es en su in-acción (directa) que asoma la única verdad en la cual me siento capaz de creer a día de hoy: No tiene usted a nadie que le diga la verdad. Hace años que el cartero sólo me trae propaganda.

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