Los
hechos son los hechos, y no cabe dudar de ellos, pues la cosa misma de ponerlos
en cuestión, nos pone a la par en la situación de necesitar concederle un
mínimo de fiabilidad.
El
escepticismo, decía Sexto Empírico, no niega los fenómenos sino su versión.
Los
hechos -los fenómenos- no se conocen, se asisten, se está, se viven. ¿Es
factible guardar memoria de ello si entendemos memoria en el sentido de un
revivir lo que ya no se vive? Así será como en el distanciamiento (creciente)
entre los revivido y aquella vivencia plena, halle la memoria su espacio. Esto
pudiera verse tal que un retorno al punto de partida, pues ahora hay una segura
cartografía del paisaje. Mas no. El bienvenido aborrece de los mapas. Dice –o
mejor, clama:- “Ya nada es igual allí por donde anduve. Los árboles se han
apergaminado. La tierra se ha enlodado con las lluvias otoñales. El sol vuelve
a reinar, sí, pero como un monarca dominado por el cansancio que le provoca la
educación de su descendiente.” Y seguiría hablando, no dejaría de clamar contra
el correr de las horas si no fuese porque en ese preciso momento –pero cuál- el
recuerdo de él mismo alejándose del remoto lugar de los hechos no le forzara a
seguir en ellos.
Siempre
que buscamos si el objeto es tal como nos aparece, decía Sexto Empírico,
concedemos que aparece.
Los hechos
de la memoria remueven el fondo, pero no alteran la superficie. Eso es a lo que
llaman Historia y, para nuestra fortuna, no es más que su fascinante
espectáculo.
Tal
como nos parece por el momento, decía Sexto Empírico, una tarde que pasamos juntos
los tres: Sexto, José Carlos Rosales y yo.
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