...detener y sancionar a cuantos –por ejemplo:
andaluces y extremeños fundamentalmente- hablen mal el español o castellano (y
en sus respectivos espacios: el catalán los catalanes; el euskera los vascos el
galego los gallegos; el bable los asturianos, etc.), por cuanto, después de la
sangre y de la tierra, la lengua constituye la característica nacional por antonomasia;
la esencia que nos une en una misma e indisoluble nación...
Se comienza por hablar mal y se acaba no creyendo en
nada, pues no hay creencia que se no asiente y afirme en el uso debido e
inmutable de la lengua, calle de dirección único (wb). Miren, si optan por no
creerlo así, lo que le pasara a Juan Ramón Jiménez. empezó a hablar del reló en
lugar del reloj, y perdió hasta la noción del tiempo.
En su extraordinario estudio sobre la lengua del
IIIº Reich, Victor Klemperer nos ofrece una pormenorizada perspectiva de la
función -directa y preñante- de la lengua en la ‘malformación’ de las sociedades
totalitarias. Y el primer peligro que constata es el de su uniformidad y “exactitud”
(conformidad). Con ejemplos que no dejan de parecer nimiedades, cómo es que el
hablar, ahí, se transforma en un mero
repetirse, continuar, perpetuar la Orden inscrita desde arriba en las palabras,
vacías ya de otro contenido que no sea el someterse.
No sé si lo entendí bien o me dejé arrastrar por mi
gusto propio, pero tras leer los “Apuntes de un filólogo”, saqué la conclusión
de que cierta dosis de babelismo, de confusión de lenguas que permita, a su
vez, la confusión de los mensajes, es más necesaria que la pluralidad de
partidos políticos en la construcción de una ciudad libre, como lo diría
Manolo, Manolo Vázquez Montalbán.
Pero tampoco debemos alarmarnos. Aquí, en este “viejo
país ineficiente” que sigue siendo España, todavía no hemos llegado tan lejos
en la estulticia. La lengua aún no está en manos de la justicia, a no ser la
académica, como sí parecen haberlo hecho otros símbolos nacionales: el himno y
la figura del rey, concretamente, a los que, por alguna razón ignota para mí al
menos, no les ha de caber ningún menoscabo ni desprecio alguno, so pena de
hacerse merecedor del subsiguiente castigo en forma de multa, que por mayor
acato a las simbologías patrias, debiera satisfacerse en rotundas pesetas y no con
los extranjerizantes euros de m.
Es el quid que, como anualmente, se va a celebrar la
final de la Copa del Rey, y por culpa de los azarosos goles que los equipos nacionales
no dejen de meterse unos a otros en ardorosos combates, este año les toca
disputarla al Barcelona y al Atleti de Bilbao, dos cuadrilla, bandas, partidas
con aficiones claramente nacionalistas que han prometido una descomunal pitada nada
más el Rey se haga público en el palco del Camp Nou y suenen los primeros compases
del himno.
Poco respetuosa llaman a esta actitud de los hinchas
y, por tanto, a cuantos se sumen a ella les caerá encima el peso de la ley. Amén
de encontrar algo desproporcionada la respuesta –amén de vulneradora de algunos
principios constitucionales que por obvios no merecen reseña-, me pasa que no
encuentro irrespetuosa la pitada a tan grandes emblemas. En primer lugar porque
no se pita contra nada en concreto y sí contra lo que no es sino una representación,
lo mismo que significa la pitada. Una reprimenda materna bastaría, pues. Recordarles
que es de mala educación, como eructar después de comer ajo. Y en segundo
lugar, porque si lo miro sin la pasión del converso –esa que tampoco dejar de
ser pura y engañosa apariencia-, pienso que manifestarse en contra de los símbolos,
sean cuales las maneras de hacerlo (mas sin incluir las faltas de ortografía),
exige el previo reconocimiento de los mismos. Un reconocimiento que no implica
acato y que, por tanto, cualquier sociedad democrática debería dejar a su
albur. Pero reconocimiento a fin de cuentas.
otalmente irrespetuoso me parece, en cambio, ver flamear
en los campos de fútbol esas banderas nacionales a las que se les ha añadido el
toro de Osborne, por muy vinos ibéricos que refiera, y los canturreos del Que
viva España del gran Manolo Escobar. Y nadie les multa.
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