viernes, 29 de mayo de 2015

LA PITADA



...detener y sancionar a cuantos –por ejemplo: andaluces y extremeños fundamentalmente- hablen mal el español o castellano (y en sus respectivos espacios: el catalán los catalanes; el euskera los vascos el galego los gallegos; el bable los asturianos, etc.), por cuanto, después de la sangre y de la tierra, la lengua constituye la característica nacional por antonomasia; la esencia que nos une en una misma e indisoluble nación...

Se comienza por hablar mal y se acaba no creyendo en nada, pues no hay creencia que se no asiente y afirme en el uso debido e inmutable de la lengua, calle de dirección único (wb). Miren, si optan por no creerlo así, lo que le pasara a Juan Ramón Jiménez. empezó a hablar del reló en lugar del reloj, y perdió hasta la noción del tiempo.

En su extraordinario estudio sobre la lengua del IIIº Reich, Victor Klemperer nos ofrece una pormenorizada perspectiva de la función -directa y preñante- de la lengua en la ‘malformación’ de las sociedades totalitarias. Y el primer peligro que constata es el de su uniformidad y “exactitud” (conformidad). Con ejemplos que no dejan de parecer nimiedades, cómo es que el hablar, ahí, se  transforma en un mero repetirse, continuar, perpetuar la Orden inscrita desde arriba en las palabras, vacías ya de otro contenido que no sea el someterse.

No sé si lo entendí bien o me dejé arrastrar por mi gusto propio, pero tras leer los “Apuntes de un filólogo”, saqué la conclusión de que cierta dosis de babelismo, de confusión de lenguas que permita, a su vez, la confusión de los mensajes, es más necesaria que la pluralidad de partidos políticos en la construcción de una ciudad libre, como lo diría Manolo, Manolo Vázquez Montalbán.

Pero tampoco debemos alarmarnos. Aquí, en este “viejo país ineficiente” que sigue siendo España, todavía no hemos llegado tan lejos en la estulticia. La lengua aún no está en manos de la justicia, a no ser la académica, como sí parecen haberlo hecho otros símbolos nacionales: el himno y la figura del rey, concretamente, a los que, por alguna razón ignota para mí al menos, no les ha de caber ningún menoscabo ni desprecio alguno, so pena de hacerse merecedor del subsiguiente castigo en forma de multa, que por mayor acato a las simbologías patrias, debiera satisfacerse en rotundas pesetas y no con los extranjerizantes euros de m.

Es el quid que, como anualmente, se va a celebrar la final de la Copa del Rey, y por culpa de los azarosos goles que los equipos nacionales no dejen de meterse unos a otros en ardorosos combates, este año les toca disputarla al Barcelona y al Atleti de Bilbao, dos cuadrilla, bandas, partidas con aficiones claramente nacionalistas que han prometido una descomunal pitada nada más el Rey se haga público en el palco del Camp Nou y suenen los primeros compases del himno.

Poco respetuosa llaman a esta actitud de los hinchas y, por tanto, a cuantos se sumen a ella les caerá encima el peso de la ley. Amén de encontrar algo desproporcionada la respuesta –amén de vulneradora de algunos principios constitucionales que por obvios no merecen reseña-, me pasa que no encuentro irrespetuosa la pitada a tan grandes emblemas. En primer lugar porque no se pita contra nada en concreto y sí contra lo que no es sino una representación, lo mismo que significa la pitada. Una reprimenda materna bastaría, pues. Recordarles que es de mala educación, como eructar después de comer ajo. Y en segundo lugar, porque si lo miro sin la pasión del converso –esa que tampoco dejar de ser pura y engañosa apariencia-, pienso que manifestarse en contra de los símbolos, sean cuales las maneras de hacerlo (mas sin incluir las faltas de ortografía), exige el previo reconocimiento de los mismos. Un reconocimiento que no implica acato y que, por tanto, cualquier sociedad democrática debería dejar a su albur. Pero reconocimiento a fin de cuentas.

otalmente irrespetuoso me parece, en cambio, ver flamear en los campos de fútbol esas banderas nacionales a las que se les ha añadido el toro de Osborne, por muy vinos ibéricos que refiera, y los canturreos del Que viva España del gran Manolo Escobar. Y nadie les multa.

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